El lunes pasado, un adolescente de 17 años irrumpió en una clase de baile en Southport, Inglaterra, asesinó a tres niñas, apuñaló a otros ocho menores –cinco de los cuales sufrieron lesiones graves– e hirió a dos adultos que trataron de detenerlo. Después de que el joven fuera arrestado, se esparció en redes sociales el bulo de que era un inmigrante recién arribado a Reino Unido en una embarcación como las que usan miles de personas para cruzar el Canal de la Mancha en busca de asilo.
Aunque el embuste fue desmentido por las autoridades e incluso se reveló la identidad del agresor pese a ser menor de edad, miles de simpatizantes de la ultraderecha lo han tomado como pretexto para lanzarse a las calles a realizar violentos disturbios en los que han atacado a elementos policiales, vandalizado negocios e incendiado vehículos. Las consignas de estas hordas giran en torno a la xenofobia, el racismo y la islamofobia, y ya hubo al menos un intento de asaltar una mezquita.
Nadie puede llamarse a sorpresa ante la irrupción fascista: se trata del resultado previsible, y acaso inevitable, de décadas de intoxicación ideológica y mediática en contra de la migración irregular. Es muy revelador, por ejemplo, que uno de los gritos más repetidos por los grupos racistas sea Stop the boats! (¡Detengan los botes [o barcos]!
), uno de los lemas del gobierno conservador que terminó este año, así como bandera central en la fallida campaña del ex primer ministro Rishi Sunak para mantenerse en el poder.
Una y otra vez, Sunak prometió a su electorado hacer todo lo necesario para detener las embarcaciones, y apenas en enero de este año el Departamento del Interior publicó el comunicado Acciones del Gobierno Británico para detener las embarcaciones en 2023
, en el cual se jacta de operaciones tan ruines como reclutar a las multinacionales Uber Eats, Deliveroo y Just Eat para detener a indocumentados que se ganaban la vida haciendo repartos a domicilio.
El mismo Sunak, así como su antecesor Boris Johnson, trasladaron a buscadores de refugio a prisiones flotantes en barcos reacondicionados como centros de detención, una política que pretendieron generalizar, pero se vieron obligados a dar marcha atrás porque sucedió lo que les advirtieron defensores de derechos humanos: el hacinamiento y el ambiente insalubre causaron una rápida propagación de enfermedades infecciosas. Ambos fueron también impulsores del infame plan para enviar a los migrantes irregulares a Ruanda, sin importar su origen ni el hecho de que esa nación africana carece de cualquier capacidad de alojarlos, en clara violación a los tratados internacionales en materia de asilo y refugio.
Los ex mandatarios y los legisladores del Partido Conservador no pueden desentenderse de esta irrupción fascista, por más que traten de presentarse como moderados ajenos al extremismo que se ha tomado las calles. Fueron ellos quienes se alinearon con los sectores abiertamente xenófobos para aprobar la salida de la Unión Europea (Brexit), una de cuyas principales motivaciones residía en el tan falaz como racista argumento de que las leyes comunitarias eran las causantes de la llegada de migrantes. Que el estallido se produjera cuando el conservadurismo ya fue desalojado de Downing Street es una muestra de cómo el odio sembrado por las derechas sigue dañando el tejido social mucho después de que éstas dejan formalmente el poder, e impone a la administración laborista el desafío de recomponer la tolerancia y la pluralidad sin las cuales no puede existir una democracia.