Con este acto de injerencia imperialista, las relaciones entre Washington y Caracas vuelven al mismo punto en el que entraron en enero de 2019, cuando la administración trumpista declaró presidente interino al entonces diputado Juan Guaidó. Tal como hace cinco años, la designación de un mandatario espurio está acompañada por una violenta desestabilización interna en la que grupos de choque generan caos urbano y atacan tanto a las fuerzas del orden como a simpatizantes del chavismo; todo ello mientras los medios de comunicación corporativos construyen una narrativa totalmente distorsionada de los acontecimientos. La repetición de la fórmula ensayada también en 2014 y 2017 –rechazo de la derrota electoral y puesta en marcha de un intento de golpe de Estado– demuestra que, en lo que respecta a América Latina, la superpotencia tiene un solo partido político, el partido intervencionista.
El reconocimiento a González Urrutia y a la verdadera dirigente de la derecha golpista (expresión que en Venezuela puede considerarse un pleonasmo), María Corina Machado, no es un mero gesto simbólico, sino elemento central de un plan de saqueo. Debe recordarse que la proclamación de Guaidó incluyó la entrega de la representación y los activos financieros de Venezuela en el exterior a su grupo de traidores.
El robo de las reservas auríferas es un ejemplo esclarecedor de lo que implica la estrategia de Occidente: hace casi exactamente dos años, el 30 de julio de 2022, un tribunal británico ordenó poner a disposición de ese personaje las 31 toneladas de oro depositadas en Reino Unido por el Banco Central de Venezuela con el absurdo argumento de que él ostentaba la legítima personería jurídica de su país.
Aunque Guaidó desapareció del escenario tan pronto como dejó de ser útil a los intereses occidentales, los recursos robados nunca le fueron devueltos al pueblo venezolano. Se trató de la inauguración de una nueva modalidad de piratería de Washington y sus aliados contra los países del sur global, consistente en desconocer a los gobiernos legítimos, respaldar a cualquier aventurero dispuesto a ponerse a sus órdenes y, a través de esta clase de marionetas, desviar los fondos a los que puedan echar mano.
Las naciones latinoamericanas y caribeñas, vejadas a lo largo de toda su historia por este tipo de maniobras, deberían ser las primeras en alzar la voz contra el injerencismo en los asuntos venezolanos. Sin embargo, 15 países de la región acompañaron a Washington y Ottawa en un fallido proyecto de resolución violatorio de la soberanía venezolana en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA). El desfiguro de esta iniciativa queda patente desde el hecho de que se permitió participar en ella al régimen de Dina Boluarte, el cual llegó al poder mediante un golpe de Estado y es rechazado por un abrumador 95 por ciento de los ciudadanos; y hasta por 98 por ciento en las regiones donde su imposición se cobró más víctimas mortales. En contraste, México puede sentirse orgulloso de contar con el único gobierno que se pronunció de manera firme en contra de la resolución que transgrede los principios de la legalidad internacional y de la propia OEA.
El desarrollo de la situación no deja ningún lugar para las dudas: lo que ocurre en Venezuela es la lucha de un país para preservar su soberanía frente a los embates imperialistas y sus agentes locales. En este contexto, las voces progresistas deben situarse con firmeza del lado de Venezuela, piensen lo que piensen de sus gobernantes.