La renuncia es uno de los instrumentos más curativos o condenatorios en la administración de negocios o la conducción política. Exponerla oportunamente puede salvar una honra, el prestigio o toda una carrera de años. Rehusar extenderla puede también implicar un acto de reivindicación soberana o de valentía ciudadana.
Aunque, en numerosas ocasiones se vea como una necedad, empecinamiento y, aún peor, como simple cobardía. Hay renuncias que han quedado documentadas en la historia que llenan descripciones como las arriba anunciadas.
No abdicar de su fe católica y cristiana, delante de un rey arbitrario y criminal, le significo a Tomás Moro el cadalso. Otros muchos han preferido quedar como indignos bandoleros, aferrados a los privilegios de un cargo. Todo depende de la congruencia y el momento en que se requiere estar presente, emprender la huida o arriesgarse a una aventura.
El actual presidente de Estados Unidos ha ejercido durante los tres últimos años un mandato dado por la mayoría del pueblo de ese país. Y serán los propios ciudadanos quienes juzgarán la manera, justicia y perspectiva histórica con la que haya cumplido el alto encargo conferido.
Todo este alegato viene a cuento, en estos movidos tiempos, debido al papel que ha jugado el señor Joseph R. Biden en medio del desarrollo de la campaña electoral en curso. Se aferró neciamente a una tambaleante candidatura con rumbo por demás incierto.
Las divisiones entre seguidores, colegas, simpatizantes o incluso donantes, no se hicieron esperar. Las peticiones de renuncia surgían indetenibles. Tuvo que intervenir el ex presidente Barack Obama –su antiguo jefe– para solicitarle que desistiera de tan riesgosa tentativa a continuar como candidato demócrata. Biden no resistió la embestida, que se generalizaba con los días y las horas. Su final rendición puso fin a semanas de incertidumbre y retraso competitivo. De inmediato se levantó un aliento entre los posibles electores que recogía, positivamente, lo que parecía una condena a la derrota partidaria.
El surgimiento de Kamala D. Harris, la vicepresidenta, apareció como un nuevo sentimiento protector contra los malos augurios. Una conocida figura, de muy alto nivel, se hizo presente, con firmeza, en el horizonte demócrata.
Las dudas se tornaron en esperanza de poder enfrentar al que ya aparecía como avasallante triunfador. Un Donald Trump que ya autoinvocaba el favor divino. Y ahí se ha plantado Harris, con la decisión necesaria en estos casos de dudas y peligros, para recuperar el tiempo perdido.
Biden se irá con varios estigmas, colgados a su larga historia de político, al haber sido obligado al retiro: demasiado viejo, titubeante y sin futuro. Un triste epílogo que, su endoso a la que puede llegar a ser la primera presidenta, no le aliviará los recuerdos de tiempos nebulosos.
El ambiente electoral estadunidense se presentaba, en días previos a la retirada de Biden, ominoso por decir lo menos. Donald Trump, auxiliado por la estúpida tentativa de homicidio, surgió, atropelladamente, como un invencible superhombre.
Un “verdadero héroe estadunidense” tal y como lo señalaron sin pudor varios de sus seguidores. La factible intervención divina se hacía presente con mayor densidad a la ordinaria retórica conservadora. El panorama no era nada halagüeño para gran parte de los ciudadanos de ese país. Y, por añadidura, ese halo descrito se extendía a buena parte de los países del globo.
El republicano parecía transformarse en algo mucho más severo que un simple candidato. Se visualizaba, además de inevitable ganador de la contienda, como un político de fuerza superior, capaz de insinuar ángulos antidemocráticos.
Pero, fue, precisamente este sentimiento, miedo o temor que escurrió por innumerables meandros, lo que preparó el recibimiento de la opción demócrata. Kamala llega con vientos de resurrección favorables. No sólo para el votante estadunidense extraviado, sino para el resto de buena parte del mundo. Una mujer con sólida preparación, madura, con prestigio y experiencia probada, le podrá hacer frente a un personaje que poco tiene de solidez.
El comportamiento de una nación, ya muy entronizada en su ambición de imperio contemporáneo, poco cambiará con el recambio de uno u otro mandatario. Pero Kamala puede darle un giro menos caprichoso, más reposado y maduro, a las muchas políticas públicas que emanarán desde la Casa Blanca. Las expectativas que su ser mujer introduce también matizarán para bien los rasposos presagios de un Trump empoderado con clasistas mitos celestiales.