La única verdadera revolución que ha tenido México es la del movimiento de Independencia de 1810-21. Cambió el país de un régimen monárquico, tras el fugaz imperio de Iturbide, a uno de carácter republicano y de ser un país colonial a uno independiente; de hallarse el poder en manos de una clase –la nobleza feudal– a otra distinta: un tanto popular con dominancia preburguesa. Pronto aparecería la dictadura de la burguesía en ascenso a través del supremo poder conservador apenas 12 años después de haber sido promulgada la Constitución de 1824.
El movimiento de Reforma, liberal y antimperialista, desembocó en una dictadura efectivamente burguesa y su gobierno encabezado por Díaz: la “nefanda oligarquía” (Madero, Plan de San Luis).
La revuelta transformadora de 1910-17, con todos los cambios sociales y constitucionales que efectuó, no fue precisamente una revolución, sino una reforma profunda. Se le quiso dar el nombre de revolución a causa del enorme derramamiento de sangre en la lucha de los protagonistas armados por el poder y por la irradiación ideológica mundial de la revolución rusa. Pero en México el poder no cambió de una clase a otra, sino de unos actores a otros.
Recuérdese el punto 12 de los Sentimientos de la Nación, de Morelos: que las leyes que se dicten “moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto”. Pero este principio no se recoge siquiera en la Constitución de 1814 aprobada por el congreso convocado por el propio Morelos. En tal documento se plasman los principios axiales de esa y las demás constituciones liberales: libertad, igualdad, seguridad y propiedad. Hay que precisar: propiedad privada, que se matiza en la constitución vigente con el principio –vulneradísimo– de que la de las tierras y aguas pertenecen a la dúctil nación.
La democracia aparece en México como invocación y narrativa política hasta principios del siglo XX. En el siglo XIX prevalece el paradigma de la libertad ante los intentos de reconquista (la incursión de Barradas), la necesidad de sepultar los vestigios del antiguo régimen al parejo de construir un país con un gobierno cuyas instituciones lo hicieran gobernable. Al vocablo se lo encuentra en la literatura decimonónica, pero sólo como mención retórica.
La democracia fue el concepto central de la entrevista que le hizo el periodista estadunidense James Creelman (marzo de 1908), del Pearson’s Magazine, a Porfirio Díaz. En ella Díaz dijo que los principios de la democracia se habían desarrollado en México, gracias a la presencia de una clase media que antes no había, y que él deseaba retirarse de la Presidencia. Daba sus bendiciones a un partido de oposición, aunque temía que a los mexicanos no les importara tanto la democracia como su interés en ellos mismos y sus derechos. Creelman se quedó con la impresión de haber hablado con un estadista sin rasgo alguno de hipocresía y creyendo verdaderas las palabras del secretario de Estado de su país, en el sentido de que Díaz había sabido mantener el culto de la humanidad al héroe.
Ya con Francisco I. Madero la democracia adquiere la condición de causa y bandera, aunque sin poder afianzarse como una ideología de lucha popular.
Madero era hijo de Evaristo, uno de los empresarios más ricos del norte mexicano. Y su idea de la democracia no era otra que la de la alternancia en el gobierno. No por nada la inconformidad manifiesta de Zapata y Villa, cuya demanda era la de una profunda reforma agraria que Madero, ya en la Presidencia, nunca atendió. Luego del golpe de Estado y su sacrificio se produce la lucha contra la segunda dictadura, y una guerra civil.
Esa guerra ni el poder público los ganaron las fuerzas populares de Villa y Zapata, sino las de Carranza, hacendado dedicado a la agricultura y la ganadería, y Obregón, que hacía su fortuna como un agricultor dotado de maquinaria moderna y en el marco de un mercado capitalista. Ambos, sus apoyos –incluso el de Estados Unidos– y periferia social no podían parir otra cosa que las condiciones para el desarrollo de este mercado y su régimen.
Sin la participación del pueblo ninguno de los tres movimientos habría sido posible. Pero sus dirigencias, a excepción de las de Morelos, Guerrero, Villa y Zapata, no tenían una raigambre popular. El pueblo, a la postre, permaneció como factor de acarreo político y en calidad de subordinado.
La nueva reforma de Cárdenas reivindicó muchas de sus demandas, pero su vigencia duró casi tanto como su gobierno. Los gobernantes y la alta burocracia de los siguientes gobiernos pasaron a formar parte del capitalismo que cobró su mayor concentración en la etapa neoliberal que se extiende, en buena medida, hasta el sexenio de López Obrador.
En el gobierno de la así llamada 4T sigue prevaleciendo la lógica de las anteriores transformaciones, aunque atenuada la situación de los más pobres y vulnerables. Su gobierno exalta la figura de Ricardo Flores Magón, pero lejos ha estado (no podía ser de otra manera) de lo que priorizaba en su Manifiesto de Los Ángeles el único revolucionario digno de este nombre: la lucha contra la desigualdad social y sus causas económicas.