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Escenario político frente a una oposición liquidada

25 de julio de 2024 00:01

Nos encontramos próximos a inaugurar un nuevo periodo político en el país, marcado primero por la entrada de la Legislatura 66 y luego por el cambio de administración en el Poder Ejecutivo, en septiembre y octubre, respectivamente. Frente a estos cambios inminentes, marcados no sólo por la continuidad de Morena en el poder sino por su fortalecimiento, con un control casi total de las decisiones en el Poder Legislativo, merece la pena analizar las condiciones y factores que le permitieron ampliar su margen de victoria, concomitantes sin duda de aquellas que provocaron la virtual liquidación de una oposición que día tras día no para de sumergirse en los lodos de sus disputas internas y las derivas de liderazgos cuestionables.

Morena surge como partido en 2014 liderado por el actual presidente López Obrador y alimentado por el debilitamiento de un PRD lastrado por las divisiones internas y su vaciamiento ideológico durante el gobierno de Enrique Peña Nieto. Morena superó muy dignamente su primera prueba electoral con 8.39 por ciento de los votos en las elecciones federales de 2015, lo que le llevó a tener hasta 50 diputados en su bancada. Su sólido inicio electoral, sumado al éxito obtenido en la Ciudad de México y la paulatina suma de miembros de otros partidos políticos, fueron dotándole de una estructura cada vez más fuerte y extendida por todo el país que le permitió obtener un total de 252 diputaciones federales en 2018 más 55 diputaciones de sus partidos aliados.

Los resultados de las elecciones de 2021 esbozaron una tendencia de repunte de la oposición en el Congreso de la Unión, pero, como ya todos sabemos, los comicios del mes pasado no sólo revirtieron la tendencia de hace tres años sino que superaron la contundencia de la victoria de Morena en 2018. Su mayoría calificada en la Cámara de Diputados es prácticamente un hecho; mientras, la oposición hasta el día de hoy parece estar más ocupada en el reparto de las migajas que en la refundación de su identidad y quehacer político de cara a los años venideros.

El paralelismo histórico que permite llamar a Morena como el nuevo PRI –partido hegemónico del siglo XX–, puede encontrarse en muchos factores adjudicables a Morena, pero también al efecto de las graves omisiones de los partidos opositores en el escenario político de los últimos años. Recientemente hemos visto la pérdida de registro del PRD, todavía por consumarse, así como las tensiones crecientes entre los dirigentes del PAN y el PRI y sus grupos, dado su cuestionable desempeño al frente de los partidos antes, durante y después de las elecciones del mes pasado. Pero por encima de la grilla partidista actual, no podemos olvidar que el vaciamiento de la oposición se fue configurando desde años atrás, con la dilución de las identidades partidistas y el establecimiento de alianzas poco articuladas que implicaban la traición de sus correspondientes principios ideológicos.

Con su paulatino vaciamiento de contenido, la oposición fue perdiendo cohesión interna y con ello también la capacidad de llevar a cabo planes programáticos de gobierno y legislación que les diferenciaran y dieran legitimidad. Entre tanto, los conflictos de interés y escándalos mediáticos tampoco escasearon, fortaleciendo así la credibilidad de la narrativa de un partido como Morena que, sin ser ajeno a las opacidades características de la partidocracia mexicana, logró construir un bloque político heterogéneo, pero lo suficientemente cohesionado alrededor de su color, identidad, programa y, especialmente, en la figura de su líder, Andrés Manuel López Obrador.

Frente a la cooptación y trasvase de liderazgos sectoriales y regionales, no pocos de perfil francamente caciquil, que hoy integran el partido dominante, la oposición no parece darse cuenta que su papel está cada vez más desdibujado. De lo que se trata aquí no es de salvar a los partidos ni relegitimarlos gratuitamente, pues ciertamente muchos parecen haber perdido ya las condiciones de autenticidad que originalmente les hacían indispensables como representantes de los intereses de la ciudadanía; pero lo que sí resulta necesario para nuestra plural sociedad mexicana, es repensar y fortalecer los contrapesos como condición necesaria para cualquier sistema democrático sano.

La 4T continuará gobernando el país por lo menos durante los próximos seis años y, como hemos dicho en otros momentos, eso significará la afortunada continuidad de políticas sociales plausibles encaminadas a la reducción de la desigualdad, el combate a la pobreza y la construcción de un mínimo piso de justicia social; pero también supone el peligro de la continuidad de políticas de gobierno regresivas respecto a la agenda democrática y de derechos civiles y políticos.

Si a la oposición realmente le interesa defender los intereses de sus representados, debe refundarse a partir de una recuperación actualizada de aquellas agendas que, décadas atrás, le dieron legitimidad y popularidad a los partidos que la encarnan: la agenda del fortalecimiento democrático y de los derechos humanos expresada en las demandas que reivindican la autonomía de las instituciones, la transparencia y rendición de cuentas, las garantías de libertad y seguridad humana, la procuración de la justicia, la participación política activa de la ciudadanía y el fortalecimiento de la sociedad civil organizada como promotora de una nueva sociedad democrática.

Hoy México no necesita una oposición que se aferre a defender acríticamente un pasado que nunca fue, sino que se ponga a trabajar por las garantías democráticas y los derechos humanos que no terminan de consolidarse en el Estado mexicano. La presunta transición democrática que parecía asomar en nuestro país al inicio del actual milenio no se ha cristalizado y, frente al vaciamiento de una oposición abstraída de la realidad, corremos el riesgo de protagonizar aquel famoso y ya viejo microrrelato de Augusto Monterroso: despertar, y que el dinosaurio, transfigurado del mismo Estado monolítico y de matriz antidemocrática, siga aquí.

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