Quién sabe qué habría pasado si el pasado 13 de julio, a las 18:11:33, en Butler, Pensilvania, Donald Trump no hubiese girado 30 grados a la derecha la cabeza mientras difamaba, ante una pequeña multitud, a los migrantes indocumentados.
Sólo imaginarlo estremece, no únicamente porque nadie merece morir de un balazo en el cráneo, sino también porque semejante curso de acontecimientos seguramente habría incendiado los ánimos en una sociedad que los tiene muy exaltados. Una secuela muy probable habría sido el inicio de una campaña de linchamiento de trabajadores extranjeros, quienes en el discurso trumpiano son los culpables de casi todos los males que aquejan a la sociedad estadunidense.
En el país vecino se practica con asiduidad el deporte de encontrar autores de sucesos infaustos, actividad que exige mucha rapidez de reflejos y muy poca precisión. El gobierno de Washington mencionó con insidia que, como antecedente del atentado, existía una fantasmagórica amenaza procedente de Irán, aunque descartó que ese país tuviera algo que ver con el intento de asesinato; mu chas de las bases republicanas le echan la culpa a la administración de Joe Biden o bien al “Estado profundo”, traducción literal de deep state que se refiere en realidad a un Estado dentro del Estado y que viene a ser una categoría procedente de la teología popular de derecha para referirse a Satanás. Incluso circuló en las filas trumpistas un señalamiento contra la supuesta ineptitud de las mujeres que forman parte del equipo de seguridad del candidato presidencial.
Pero Trump volteó a su derecha justo cuando el chavito que quería matarlo disparó su fusil AR-15 y la bala lanzada, en vez de entrar en sus pensamientos en al gún punto de la frontera entre los huesos temporal y parietal, sólo le perforó la parte superior de la oreja y el procurador de Misuri, Andrew Bailey, sostiene que ese giro sú bito fue operado por la mano de Dios por medio del Espíritu Santo, palabras dichas en la convención republicana de Milwaukee con la música de fondo de la pieza American Spirit.
Todo encajaba para montar a posteriori una suerte de auto sacramental en clave protestante (o, si se prefiere, una sicomaquia medieval en la que se confrontan las virtudes y los vicios), incluyendo la bandera de las barras y las estrellas que el Photoshop divino agregó a la foto del Trump con sangre en la cara y el puño en alto. Claro, ha habido no uno sino varios montajes (porque también hay los que ponen el acento en una épica más bien laica) pero, para enojo de los aficionados al misterio, todos se produjeron tras el atentado.
Es aburrido constatar que en la sociedad estadunidense pululan los que llevan encima un peligroso explosivo binario conformado por una o varias armas de alto poder y sus desequilibrios emocionales y que invariablemente terminan matando a alguien; casi tan aburrido como reconocer que una facción rencorosa del integrismo islámico consiguió urdir y concretar, 23 años antes, los atentados del 11 de septiembre. Y como en uno y otro caso los servicios de seguridad del país vecino exhibieron una monumental torpeza, se establece un terreno fértil para que autores como Thierry Meyssan o David Ray Griffin hagan fortunas con éxitos de librería en los que se “demuestra” que aquellos ataques se gestaron en las tripas del poder estadunidense como una operación de falsa bandera. Todo está a su favor, porque es cierto que Washington ha recurrido en numerosas ocasiones a esos ataques.
Lo malo de esas teorías de la conspiración es que contribuyen a desviar la atención de realidades insoslayables; en el primer caso, la abominable política de EU en Medio Oriente y Afganistán, donde usó y desechó de la manera más inescrupulosa a grupos fundamentalistas que acabarían confluyendo en Al Qaeda; en el segundo, el muy conocido y denunciado fenómeno del irrefrenable armamentismo que aqueja a la sociedad estadunidense, aunado a la convicción generalizada de que matar es una buena forma de resolver ciertos problemas. El propio gobierno, con su tradición de incubar guerras como recurso consuetudinario de su política exterior, pone el ejemplo.
Visto en esa perspectiva, el fallido atentado contra Trump no es nada excepcional, salvo por el hecho de que la víctima era un precandidato presidencial, aunque de esos casos también hay antecedentes. Un individuo con un fusil de asalto que se coloca en un emplazamiento adecuado para disparar desde allí a una multitud es parte del escenario cotidiano en el país, tanto como alguien que asesina a balazos a una celebridad. Pero también puede afirmarse que el Maligno en cualquiera de sus advocaciones (Biden, los iraníes, los migrantes, el deep state o alguna otra) enviaron a ese chico a perpetrar una atrocidad, y que por fortuna el Espíritu Santo hizo que Trump girara 30 grados la cabeza en el momento justo para que el proyectil no le atravesara el cráneo. Por qué no.
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