Como ocurre cada año desde hace muchos, en este 2024 cerca de 90 por ciento de quienes presentaron examen de ingreso a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) quedaron fuera de la selección. Las implicaciones de este hecho son múltiples y graves. En lo inmediato, unos 160 mil jóvenes enfrentan un prematuro rechazo. Una parte de ellos podrán paliarlo buscando un lugar en alguna otra institución de educación superior y otros se quedarán sin la posibilidad de realizar estudios profesionales. Varias generaciones han iniciado su vida adulta con la frustración de no haber podido ingresar a la máxima casa de estudios.
Como se ha señalado en diversas ocasiones en este espacio, los exámenes de admisión de la UNAM no parecen diseñados para certificar un nivel adecuado de los conocimientos y habilidades de los aspirantes, sino para dejar fuera a gran parte de ellos. De esta manera, la mayor universidad del país se ha ido convirtiendo en una institución elitista y excluyente a la que sólo se puede aspirar después de pasar por cursos intensivos –y onerosos– cuyo propósito no es elevar la cultura general de los alumnos, sino prepararlos con la única finalidad de que puedan sortear con éxito la prueba de admisión.
Es lamentable, por donde se le vea, que la Universidad cierre la puerta a nueve de cada 10 aspirantes, no sólo porque esa práctica reproduce las lógicas de los centros de educación superior de supuesta excelencia, sino también porque con ello se anula el mecanismo de los estudios profesionales como un mecanismo de movilidad social y realización de cientos de miles de jóvenes. Adicionalmente, la UNAM atenta contra su propio espíritu nacional y universal, acaso sin darse cuenta de que el alumnado es, junto con el profesorado, la mayor riqueza de una universidad pública.
Al margen de los extravíos institucionales de la máxima casa de estudios, los cuales deberán ser corregidos por la propia comunidad universitaria en un proceso sin duda lento y complejo, es claro que el país no puede permitirse que los jóvenes que buscan educación superior se queden sin conseguirla, no sólo por lo que ello implica en términos sociales, sino porque el desarrollo nacional y el bienestar de su población requieren cada año decenas de miles de nuevos profesionistas de todas las ramas; la medicina es una de las más críticas.
Es menester, por ello, apresurar el paso en el establecimiento de nuevas universidades a lo largo y ancho del territorio nacional, tanto por el deber del Estado de garantizar el derecho de todas y de todos a la educación como por enviar a la población en edad universitaria el mensaje inequívoco de que el país no va a darles la espalda.