En una de las paredes de la modesta vivienda de Salvador Zarco Flores, rodeada de libros, cuelga una reproducción del mural transportable de Diego Rivera La pesadilla de la guerra y el sueño de la paz. Relativamente olvidada, la pintura expresa el espíritu de una época y una generación, que convirtió a la militancia socialista y el servicio al pueblo en el centro de su existencia, tal y como Jerónimo o El Indio (sus nombres de batalla) hizo. Hoy, la salvaje agresión israelí contra Gaza, le vuelve a dar centralidad.
La obra fue ejecutada en 1952, por encargo del gobierno, en una superficie de alrededor de 50 metros cuadrados, en apenas 35 días. Su destino original era la Exhibición de Arte Mexicano en París y luego ocupar un lugar permanente en el Museo de la Ciudad de México. No llegó nunca allí. A las autoridades les pareció que su contenido era inadmisible. El escándalo fue mayúsculo.
En la esquina superior derecha del mural, aparecen José Stalin, con la mano izquierda descansando en la Petición de Paz de Estocolmo y la derecha con una pluma y una paloma blanca, y Mao Tse-tung.
Frente a ellos, se encuentran el Tío Sam, con metralleta en la espalda, la Biblia en una mano y un saco de dinero en la otra, John Bull y Marianne. Abajo, con un gran hongo producto de una explosión atómica como telón de fondo, Frida Kahlo, en silla de ruedas, extiende el documento para sumar adhesiones para prohibir las armas nucleares. En síntesis, de un lado se encuentran quienes representan el “sueño de paz” y del otro las potencias que simbolizan “la pesadilla de la guerra”.
Cuenta Jorge Octavio Fernández, que una reproducción a escala del mural fue llevada a China por la delegación mexicana que participó en la Conferencia de Paz de Pekín, en 1952. A su llegada a ese país, por encargo de Diego Rivera, el filósofo Elí de Gortari y Rafael Méndez, desplegaron la obra ante las escalinatas del avión, y se la entregaron al comité de recepción.
Nacido en 1945, en su juventud militante de la Liga Comunista Espartaco (LCE) en los 60, Salvador Zarco, maoísta, corrector de pruebas en el periódico El Día y estudiante de filosofía en la UNAM, fue detenido durante el movimiento estudiantil de 1968. Preso en Lecumberri hasta 1971, tras las rejas decidió proletarizarse y volverse ferrocarrilero, en la perspectiva de hacer la revolución socialista.
Ya en libertad, batalló para volverse rielero. Logró ingresar en 1974. Trabajó en la rama de vía, principalmente en Veracruz. Esta actividad extenuante obliga a llevar una vida casi comunitaria, con muy poco espacio para la intimidad. Él y su familia vivían en condiciones muy precarias en medio carro de ferrocarril. Allí dormían, comían, se bañaban y convivían.
Fue en ese espacio en el que El Indio conoció, sin fantasía alguna, las contradicciones de los ferrocarrileros de carne y hueso, con problemas de alcoholismo, violencia, machismo y gandallismo, pero, al mismo tiempo, con solidaridad de clase, orgullo gremial y determinación de lucha.
También la doble naturaleza del sindicato como cárcel e instrumento de control, y herramienta de defensa de los intereses. Con las historias que vio y escuchó sobre los rieles (y que recuerda y narra) puede escribirse un libro extraordinario en que la realidad desborda la más audaz fantasía.
Pasó a trabajar en la Terminal del Valle de México, en Tlalnepantla, en talleres, la rama más importante desde el punto de vista sindical. Los talleristas eran la columna vertebral de la gremial. Efrentado a los charros, se unió al Movimiento Sindical Ferrocarrilero de Demetrio Vallejo. Siempre en la sombra, impulsó la participación en las asambleas y, sin querer queriendo, salió a la superficie, fue nombrado titular de la sección 15 del sindicato y después presidente del comité de vigilancia.
Al frente de la sección sindical, los charros le ofrecieron una mujer. “Está a tu servicio para lo que quieras”, le dijeron.
Arriba del edificio sindical había una habitación para ello. En otra ocasión, un dirigente del grupo Héroes de Nacozari presumió que a todos les habían dado pistolas. Era una forma de amedrentarlo.
En la Ciudad de México, por iniciativa de Vicente Estrada, Chava organizó una reunión con Lucio Cabañas y ferrocarrileros.
Carlota Botey puso la casa. El dirigente del Partido de los Pobres les explicó cómo estaban las cosas en la región y los invitó a ir. Fue como subió a la sierra con una maestra. Les dieron armas y algunas instrucciones. Estuvo en varios campamentos. A veces no había nada que comer, otras plátanos verdes cocidos y en ocasiones hasta una res les sacrificaban. No hablaban con los pueblos completos, sino con quienes estaban de acuerdo con la causa. Recuerda a Lucio como un hombre sencillo, inteligente, muy claro en su hablar. Adonde quiera que llegaba hacía pueblo.
Salvador fue despedido de ferrocarriles en 1997, junto a más de 100 compañeros, para evitar que organizara desde dentro de la empresa la resistencia a la privatización de la industria. Inútilmente peleó su reinstalación hasta que fue evidente que liquidarían la compañía. In cansable, siguió batallando contra la privatización.
Convencido de que la historia la hacen los pueblos, como lo hicieron muchos de los personajes en La pesadilla de la guerra y el sueño de la paz, Salvador Zarco sigue luchando inclaudicablemente. Uno de sus frentes principales ha sido el de mantener viva la cultura rielera. Por esa trayectoria, este 24 de agosto se le hará un homenaje en el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos, a cuya biblioteca especializada donó su acervo bibliográfico.
Inpirado en la larga marcha de la revolución china, le pregunté, junto a su amiga Tatiana Coll: ¿valió la pena proletarizarse? ¿Lo volverías a hacer? Sin dudarlo, me respondió: “¡Diez veces!”
Twitter: @lhan55