Una pareja de enamorados quedó presa en la ratonera. Chapultepec cuenta con una policía secreta, personal, camuflada de gris ratón para confundirse con los troncos opacos de los ahuehuetes. Los policías permanecen todo el día escondidos tras los matorrales al acecho de los que se comen a besos y de los vagos que se refugian en las cuevas, pero, sobre todo, de los enamorados, de quienes son el azote.
–¡Por favor, mi capitán! –así les dicen para hacerles la barba y obtener clemencia–. ¡No nos lleve!
La muchacha llora. No quiere ir a la delegación de policía por un mugre beso, y porque allí lo más probable es que sea objeto de penosas vejaciones. Además, lo sabrán sus padres. Pero el guardián lo que quiere es la mordida. Si no hay mordida, entonces sí habrá comisaría. Entre tanto, el joven despoja sus bolsillos de cuanto tiene: un llavero sin llaves, su pluma atómica, dos pesos, un chicle… Se los tiende al policía.
A pesar de tantos sinsabores, Chapultepec no ha dejado de ser el refugio de los novios. ¿Adónde nos damos una escapadita?
Pues a Chapultepec. Llegan los estudiantes con sus libros bajo el brazo, la pícara secretaria desciende del Cadillac del jefe y los señores ya grandes declaran: Yo, cuando quiero descansar de la agitación, de la rutina, voy a Chapultepec
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Entre semana, los paseantes caminan lentamente bajo túneles verdes y amarillos, arboledas de noviembre cuyas hojas muertas tapizan el suelo. Los barrenderos no se dan abasto y hay una hora en la mañana en que Chapultepec no es más que un ir y venir de escobas de varas y de hojas muertas… Shhh… Shhh… Shhh… Los domingos, el cerro del Chapulín es un hervidero de niños, de globos, de papás, de palomitas, de algodones, de jaletinas y casi no se ven las fuentes; las yedras que fueron del jardín de Motecuhzoma, las enredaderas. En cambio, el Chapultepec cotidiano es más accesible, más tranquilo, bonachón, campesino casi. Es el único lugar de la ciudad en que se ve el paso de las estaciones.
Al caer la tarde, cae también una tristeza dulce. Todos parecen recordar algo. Es la faena del otoño… Cada noche el bosque rehúye las visitas y los leones de la entrada dejan caer sus cadenas; en el zoológico, los otros leones bostezan. Se cierran todas las rejas y se reanuda el misterio nocturno de Chapultepec.
Con las primeras luces de la mañana, las cadenas y los candados desaparecen. Sin embargo, los habitantes de México tienen su llave personal para Chapultepec y cada uno escoge una cerradura distinta. Don Jaime Torres Bodet posee la calzada de los Poetas; don Manuel Toussaint hizo surgir a Pipiolo de un ahuehuete para sus Aventuras de Pipiolo en el bosque de Chapultepec. Por la mañana también llegan gimnastas improvisados con zapatos tenis y sudaderas. Corren varias veces alrededor de la fuente de las Ranitas, abren y cierran la boca, bombean el pecho, dan saltos, hunden su vientre burocrático y quieren recobrar a toda costa una figura de atleta. Algunos los observan maliciosamente, pero no sin ternura. Después de todo, a estos madrugadores no se les pegan las sábanas.
Al irse los deportistas, toca el turno de los colegiales que canjean el pupitre por un tronco de árbol. Preparan el examen final entre los rayos de sol que se filtran en las ramas de los más altos ahuehuetes. Casi todos escogen la calzada de los Filósofos, al lado de la fuente de don Quijote. Al rato, transfieren su buena voluntad a una barca de remos… Sólo las sombras van diciendo las horas… En las orillas del lago, los niños juegan a los bandidos. Sus brazos son fusiles imaginarios y se balacean con la voz desde posiciones estratégicas entre las cuevas de hormigón: Ta-ta-ta-ta-tá. ¡Ya te maté! ¡Cáete tramposo!
Junto al agua se detienen las muchachas vestidas de colores encendidos y tobilleras rocanroleras. Sonríen a los estudiantes remeros y hasta contestan a sus llamados. Pero apenas se acercan a la orilla para invitarlas a dar una vuelta, las muchachas se alejan envueltas en su gran meneo de faldas y de pequeñas risas.