Requisito indispensable para la decadencia es que en algún momento haya existido esplendor, sin esto último lo primero es imposible. Lo sórdido viejo o inservible no es sinónimo de decadente si antes no vivió una época de gloria. La decadencia se caracteriza por el deterioro de aquello que alguna vez fue admirado, envidiado y hasta emulado.
China sufrió en el siglo XIX una decadencia causada por el opio que envenenó a sus habitantes a través del injerencismo de grandes potencias, como la británica o estadunidense. Abrió de manera obligada y con tratados desiguales sus puertos al veneno imperialista; la droga se convirtió en la herramienta de un sistema de intercambio mundial que financió la deuda pública de la India británica, mantuvo el comercio del té, y dio cauce a las relaciones de negocios que hicieron posible la Revolución Industrial y condujeron a la superioridad económica de Occidente.
Como sucedió hace casi 200 años en China, el gran imperio de hoy –Estados Unidos– sufre de un sistema político caótico causado, en mucho, por aparatos burocráticos tan grandes como monstruosos y por el olvido a problemáticas al interior de sus propias fronteras mientras prioriza la incursión en otros países. La abolición de derechos progresistas, como el que garantizó a las mujeres el decidir sobre su propio cuerpo, y la exaltación de políticas retrógradas como los que permiten que los ciudadanos comunes porten armas de fuego, son síntomas claros de la decadencia estadunidense, país cuya expansión, no sólo a través de la territorialidad sino del pensamiento, se impregnó en el planeta bajo la falacia de venderse como la nación de las libertades y de un sueño que, cada vez más, se convierte en pesadilla.
Al tiempo en que la Internet hace añicos la cohesión social mientras impulsa los mercados globales al grado de que varios sectores no esenciales de la economía pueden detenerse ante emergencias como la pandemia de covid, pero las bolsas continúan cotizando al alza, las generaciones jóvenes encontraron, al conectarse por Internet, algo similar a lo que fue el opio durante finales del siglo XIX: un vicio que exalta la individualidad de la persona llevándola a pensar solamente en su beneficio personal inmediato.
El precursor de la sociopatía está en los contenidos, principalmente basura, con los que se evade el aquí y el ahora para llevar a las audiencias a una realidad virtual que las enajena; arma de doble filo cuya factura cobra intereses al imperio que provocó este frenesí colectivo.
A la propaganda estadunidense que trascendió fronteras con la industria cinematográfica y llevó al orbe una versión de las guerras en la que los soldados estadunidenses luchaban llenos de lodo con uniformes maltrechos y empapados por la lluvia contra soldados enemigos impecablemente uniformados y en aparentes condiciones de ventaja –para vencerlos gracias a la justicia de los “libertadores”–, se sumaron con el paso de los años narrativas que exportaron un aparente estilo de vida “gabacho-onírico” en el que el consumismo jugó un papel preponderante para construir significados y con ellos conquistar a través de la aspiración.
Top Gun romantizó la injerencista destrucción aérea estadunidense; Michael Jackson convirtió a la Pepsi –bebida por demás dañina para la salud– en el elixir de los dioses neoliberales que niños de todo el mundo anhelaban beber; Iván Drago subió al ring en Rocky IV para enfrentarse contra el estadunidense, en las salas de cine le mentaron la madre con indignación ya que representaba al enemigo de un mundo que premia la riqueza y castiga a la pobreza.
Hoy no existe propaganda que pueda esconder la decadencia de un imperio construido con valores virtuales disfrazados de derechos y libertades que en la actualidad, al revelarse tal y como es, derrumba desde los poderes más añejos los derechos progresistas y promueve los retrógrados. Los aspirantes a la presidencia de Estados Unidos son representativos de las enfermedades del imperio en caída.
Donald Trump cataliza a una América Profunda, racista, xenófoba, proteccionista y armada hasta los dientes, que se encontró a sí misma en el discurso de un millonario que destila el odio en cada oración. Los demócratas no pudieron hallar más representación que la de Joe Biden, un hombre cuyo brillo quedó en el pasado, como aquel imperio hoy decadente que al mirar tanto afuera de su territorio no se dio cuenta del desastre que en su interior llevó a la podredumbre los valores postulados por sus fundadores.