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La ciencia de la autocrítica

29 de junio de 2024 00:03

Incluso en las relaciones humanas mejor consensuadas es necesario el ejercicio dialéctico y permanente de autocrítica. No es suficiente que el pensamiento sea “crítico”, es crucial que sea revolucionario, “mirar hacia adentro”, porque también la ideología de la clase dominante ha sido “crítica”, en el peor sentido, y con ello destructora de la conciencia y la organización emancipadoras.

Y es que, incluso la más fundamentada de las críticas y autocríticas es estéril si no contiene motores transformadores. Marx lo dijo con justeza: “No basta que tal idea cla me por manifestarse: es necesario que la realidad misma clame por la idea”.

No es suficiente detectar yerros o descuidos, propios o colectivos, voluntarios o involuntarios ni es suficiente, aunque sea útil, la sola observación erudita, creativa o reveladora. La autocrítica debe nutrirse con una identidad y sentido de clase expresados en compromisos y plan de lucha incluyéndose ella misma. Su forma más poderosa es la de la praxis. La que contiene proyecciones organizativas, participativas y transformadoras para intervenir de manera directa autónoma y consensuada, al mismo tiempo crítica de sí, permanentemente.

Si la autocrítica asciende a su fase revolucionaria cumple con un cometido indispensable que no debe tener obstáculos. En última instancia, o en primera, ése es el sentido de la ciencia de la autocrítica si ha de trascenderse en la dinámica inmensa del desarrollo de la humanidad emancipada del capitalismo y emancipándose sistemáticamente. La humanidad como mejor patrimonio de sí misma. La autocrítica ha de ser uno de los baluartes civilizatorios aplicables al pasado, al presente y al futuro y su papel debe ser rescatado y reconfigurado sobre premisas donde no impere el odio, el miedo o las humillaciones al uso.

La autocrítica revolucionaria ha de servir para combatir toda desmoralización inducida que, cuando no tiene motores revolucionarios, tiende a ser funcional al plan desmoralizado y desorganizador financiado por las oligarquías. Son absolutamente indispensables los desarrollos teórico-metodológicos que han permitido “problematizar” los campos de batalla simbólicos y el estado actual de la guerra mediática híbrida e irrestricta. Una ciencia que ayude a resolver con rigor y transparencia los problemas de la clase oprimida. Una autocrítica que comienza por ella misma.

Las obras críticas mayormente decorativas, aun siendo escasas, son peligrosas. Que la autocrítica no sea confesional ni anecdótica. Que no se ponga el carruaje delante de los caballos, porque un error de razonamiento o una emboscada distractora terminan siendo trampa ideológica que conviene mucho a ciertas sectas disfrazadas de “científicas” y a todo el sistema de burocratismos que se embriaga al producir crítica y autocrítica estériles.

En general, los pueblos claman verdades paridas por la autocrítica descarnada que se atreve a sincerar yerros de toda clase. No más las “problematizaciones” sesudas y de las soluciones culpígenas de gabinetes que arreglan nada. Otra cosa es la crítica y la autocrítica democratizadas en los campos de batalla de las bases. En sus frentes de lucha. Ahí donde deberían habitar todas las investigaciones epistemológicas decididas a cambiar el mundo y el desastre que nos impone el capitalismo que es una dictadura. Dígase sin tapujos.

Invocamos una ciencia-programa de acción transformadora asentada en la dialéctica de “lo deseable, lo posible y lo realizable”, concreta, transparente y consensuadamente. Eso implica lucha interna, autocrítica con soluciones imbricadas socialmente entre quienes, directa o indirectamente, sostienen las luchas. La autocrítica individualista se agota en sus espejos. Los grandes remedios, si lo son, cuentan con la intervención directa de los involucrados que asumen el rigor metodológico, que no será fuerza viva, si no avanza hacia la segunda negación. No será acción transformadora, si no alienta la organización para la acción directa. No será crítica, si nada cambia; será, mayormente, inútil.

Como el producto del trabajo, bajo el capitalismo, no pertenece a quienes producen la riqueza, sino al dueño de los medios de producción, hay que desarrollar la autocrítica que modifique el escenario para que la clase trabajadora no se sienta “perdida de sí misma”. Porque, la “clase hegemónica” sabe bien lo que se necesita para frenar a las fuerzas revolucionarias que se mueven desde abajo. Por eso es tarea nuestra la autocrítica que lucha para descubrir, explicar y combatir, nuestros atrasos, necedades, caprichos o egos.

El cuento de que tanto la realidad como la subjetividad son impredecibles, debe combatirse con herramientas científicas que visualicen nuestros errores sin hipocresía. Una ciencia de la autocrítica debe ser trabajo y lucha permanentes, con rigor ético y sin esclavitudes mercantiles. No intocable ni mística construcción social que reclame intervención colectiva, debate y consenso. Requiere fuerza científica y vigilancia irrestricta, sin amos, sin reformistas, sin oportunistas ni sectarios.

No hay que temerle a la autocrítica, hay que combatir los retruécanos fabricados para desfigurarla, y a sus acólitos. No temerle a la autocrítica, sino politizarla, interrogarla, socializarla, democratizarla y hacerla patrimonio de la humanidad bajo una práctica de acción directa y organización revolucionaria. Con rigor de quirófano. Con protocolos estrictos.

Combatir prejuicios que la cubren y enredan, desmentir todas las falacias que la acorralan, desarticular los templos y los calabozos, combatir a las falacias, vengan de donde vengan, valgan lo que valgan, beneficien a quien beneficien. La autocrítica ha de ser un método social vivo, dinámico y cotidiano. Una cultura. Hay que desarrollarla, autocríticamente, también.



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