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Del necesariato

28 de junio de 2024 00:02

No todo mundo sabe quién fue Tancredo Neves, por más que éste parecía estar destinado a poner fin al régimen político impuesto por el régimen militar brasileño y a abrir el cauce a una democracia plena en el gigante sudamericano. Ministro de Justicia en el gobierno de Getúlio Vargas y primer ministro en el de João Goulart, Neves pasó a la oposición tras el golpe de Estado de 1964 y en ella se mantuvo, promoviendo el voto directo que le había sido arrebatado a la ciudadanía brasileña y la eliminación del tutelaje castrense de la vida política. Con esos antecedentes, fue el candidato natural del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) con el espaldarazo de Ulysses Guimarães, Leonel Brizola y de otros liderazgos democráticos en la elección indirecta de 1985, en la que aplastó al aspirante presidencial de los militares, el empresario corrupto Paulo Maluf, por 480 votos electorales contra 180.

Neves no pudo tomar posesión del cargo porque murió tres meses después de su triunfo a causa de un padecimiento intestinal. Lo hizo en su lugar José Sarney, un político menor del régimen que se había unido a última hora al frente opositor y que fue inscrito para la vicepresidencia en la fórmula ganadora. Mal que bien, Sarney se vio obligado a adoptar el programa de gobierno del difunto y mal que bien logró, en medio de una desastrosa tormenta inflacionaria, concretar su promesa central: dotar a Brasil de una nueva Constitución que permitiera dejar atrás aquella suerte de democracia enjaulada instituida desde los cuarteles.

La moraleja del asunto es que en política todas las personas son necesarias pero que ninguna es realmente indispensable cuando existe un proyecto claro y un rumbo bien definido, como lo tenía hace cuatro décadas el movimiento democratizador brasileño (Diretas Já!), que había logrado aglutinar a dirigentes tan contrastados como Fernando Henrique Cardoso e Inácio Lula da Silva. La historia demostró que el converso Sarney (“chapulín”, le llamarían ahora en México) era necesario y que Tancredo, el veterano democratizador, no era indispensable.

El asunto viene al caso porque al oeste de la Laguna Mandioré, que separa a Brasil de Bolivia, tuvo lugar esta semana una asonada militar malograda (por fortuna) que tuvo como indudable telón de fondo el interés de las corporaciones trasnacionales por los recursos naturales bolivianos (el litio, en primer lugar) y la renovada proyección de designios neocoloniales emitida desde la jefatura del Comando Sur de Estados Unidos. Pero el fallido alzamiento del general Juan José Zúñiga, ex comandante del ejército, tiene otro contexto insoslayable: la creciente pugna entre el ex presidente Evo Morales y su sucesor, Luis Arce, por el liderazgo del gobernante Movimiento al Socialismo (MAS).

Hace unos días, Zúñiga amenazó con arrestar a Evo si éste se empeñaba en postularse a la presidencia en los comicios del año entrante. Ya en 2019, los descontentos por la enésima relección del antiguo dirigente agrario habían precedido el cruento golpe de Estado que se perpetró en su contra con el pretexto de última hora de un “fraude electoral” inexistente. Lejos de suscitar el cierre de filas en las dirigencias del MAS, la asonada del miércoles acentuó las diferencias hasta tal punto que los partidarios de Morales acusan velada o abiertamente a Arce y al vicepresidente David Choquehuanca de haber fraguado un autogolpe, una versión que la ministra de la Presidencia, María Nela Prada, califica de “absolutamente falsa”.

Sea cierto o no tan grave señalamiento, la bancada del MAS en el Congreso está partida en dos lealtades, lo que paraliza al gobierno; ni Arce ni Morales ceden en su pretensión de ser postulados por ese partido en 2025 y el proyecto transformador y social que llegó al poder en 2006 podría irse al caño por una rivalidad que tiene entre sus nutrientes las ambiciones personales y los amores propios hipetrofiados. Sería deseable que los dos líderes en pugna evocaran lo que pasó en Brasil en 1985 y concluyeran que ambos son necesarios, pero que ninguno de ellos es indispensable. La cita de Bertolt Brecht amplificada ad nauseam por Silvio Rodríguez (“hay quienes luchan toda la vida y esos son los indispensables”) es poética pero mendaz: el necesariato es una ficción emocional construida por egos hambrientos.

A las izquierdas en general –incluidas, desde luego, las mexicanas– les sería muy útil revisar esa sicología del poder que con tan triste frecuencia lleva a fusionar de manera equívoca el nombre con el cargo y a confundir el sentido del deber con la simple ambición. Y desde luego, les resultaría muy provechoso aquilatar el ejemplo de Andrés Manuel López Obrador, quien nunca albergó tentaciones releccionistas y quien, aunque los comentócratas reaccionarios no lo crean o juren no creerlo, cumplirá su promesa y se retirará en forma definitiva de la escena política el 1º de octubre del año en curso.

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