La muerte de Elías Orozco Salazar hace unos días y una lectura coincidieron con una noticia que nos agravia profundamente y pone el dedo en la llaga de una historia cuyos tejidos se muestran reacios a sanar.
Elías fue compañero mío en las aulas del Ateneo Fuente (entonces vivía yo en Saltillo). Originario de Tamaulipas, él era el más pobre de la clase. Más bien callado, en su expresión había un gesto sutil de alegre ironía. Es el gesto con que lo recuerdo al despedirnos, luego de la visita periódica que yo hacía, muchos años después, cuando decidí entrevistar a un grupo de guerrilleros presos en el penal de Topo Chico (en Monterrey, por ese tiempo mi reciente lugar de residencia). La entrevista se publicó integrada a un texto (Héroes y fantasmas: la guerrilla mexicana de los años 70) escrito por Benjamín Palacios Hernández, un muy puntual historiador, dueño de una pulida prosa y entonces el más joven de los entrevistados.
Más bien restringido, el grupo se hacía llamar –tal una banda de música norteña– Los Siete de Topo Chico. Se mantenía vigoroso e inmerso en el estudio y discusión de textos marxistas. Su conductor era Gustavo Hirales. De ellos, jóvenes en su mayoría, me impresionaban los relatos sobre sus acciones armadas, alejado como estuve, salvo por la magra información pública disponible, a lo que fue la gestación, surgimiento y meandros de la guerrilla urbana que desembocó en la Liga Comunista 23 de Septiembre. Pero un temblor anímico, casi físico, me asaltaba cuando describían, con toques minuciosos, las torturas a las que habían sido sometidos por los verdugos de la Dirección Federal de Seguridad bajo la mirada pornográfica de Miguel Nazar Haro, su artífice, y la visión de la pax de los gobiernos represivos del PRI colgada de ese monumento vivo al cinismo que fue Fernando Gutiérrez Barrios.
Un amigo me obsequió la novela de Fabrizio Mejía Madrid, Un hombre de confianza, de reciente publicación. Lo menos que pude pensar por su título fue que al leerla volvería a sentir el mismo redoble corporal que me cimbraba en silencio al escuchar a los guerrilleros de Topo Chico. Mejía Madrid recoge el testimonio que una guerrillera relató a Laura Castellanos: “Y siguieron los toques eléctricos en mis senos, en mi vagina, las nalgas. Yo escuchaba voces sudamericanas (¿chilenas?) que les decían a ellos dónde ir aplicando los toques y golpearme donde doliera más. […] Luego me introdujeron un tubo y sentí cómo un animal vivo (una rata) entró en mi cuerpo. Finalmente me desmayé”.
¿Hace cuánto que en México se intentó abolir la tortura como método de confesión de los presuntos delincuentes? Si no yerro, fue en el documento de Morelos titulado Sentimientos de la nación. En su punto 18 se lee: “Que en la nueva legislación no se admita la tortura”. No de manera expresa, este propósito así lo tradujeron los constituyentes de 1814 en el artículo 23: “La ley sólo debe decretar penas muy necesarias, proporcionadas a los delitos y útiles a la sociedad”. Morelos bien sabía lo que era la Inquisición –suprimida en nuestro país hasta 1820– y sus métodos crudelísimos para arrancar declaraciones a los sospechados, aunque estas nada tuvieran que ver con la verdad.
Los gobiernos del México independiente acudieron menos a técnicas de investigación criminal para obtener información fidedigna en la persecución de los delitos que a la tortura de las mentes vesánicas inspiradas en la Inquisición.
Y un componente gemelo: la represión, que ha ido desde censura, despidos laborales, campañas de desprestigio y aparentes robos, hasta persecución política, desaparición forzada, amenazas trascendentes y muerte. Esta sigue siendo en los cuerpos de seguridad una execrable práctica cuyos agentes, por lo demás, resultan casi siempre impunes. Cañeros, ferrocarrileros, maestros, estudiantes y miembros de otros sectores la han sufrido. Tlatelolco, San Cosme, la guerra sucia, Aguas Blancas, Atenco. Y no cesa: Ayotzinapa, y en estos días Totalco (Perote, Veracruz).
¿Quiénes son usualmente los reprimidos? Los individuos de la clase subordinada. Nadie ha sabido de una masacre de industriales o banqueros. Como a otras, la comunidad campesina de Totalco es saqueada de su agua por grandes empresas nacionales y extranjeras ante la complacencia de los gobiernos local y federal (Conagua). Sus pobladores se manifestaron pacíficamente exigiendo la solución a un problema de supervivencia. La policía, a menudo al servicio de los empresarios, persiguió y mató a dos de los manifestantes.
“Valiéndose de la intimidación –dice Ángel Rodolfo Reynoso–, las clases dominantes se olvidan que causaron más indignación, más odios, más sed de protesta que temor verdadero.” (https://www.saree.com.mx/unam/sites/default/files/REYNOSO_B2.pdf).
Pienso en los motivos que pudieron tener Elías y muchos jóvenes como él para incorporarse a la guerrilla de los años 70. En su mayoría eran estudiantes de las universidades públicas, pero no sólo. Ignacio Salas Obregón, por breve tiempo uno de los principales dirigentes de la Liga Comunista 23 de Septiembre, era un alumno del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey