En la actualidad, ganar un premio te convierte casi sistemáticamente en jurado del siguiente concurso y, por lo tanto, los manuscritos llegan por correo en distintas envolturas y su presencia se convierte en una advertencia cotidiana, una angustia nocturna, porque conceder un premio es SIEMPRE una enorme e ineludible responsabilidad.
En la noche, antes de dormir, suelo pensar que voy a cometer alguna injusticia y constato que a lo largo de los años el nivel de las entregas literarias de todos los concursantes ha ido elevándose y ahora es muy alto, y así de alta también es la responsabilidad de emitir un juicio.
¡Ay, Dios mío, los concursantes son cada vez más numerosos, y su nivel de creación y cultura cada vez más alto! Todo esto viene al caso porque la UNAM concedió el pasado 20 de junio el Premio Internacional Carlos Fuentes a la creación literaria en el Idioma Español al poeta español Luis García Montero, a quien admiro y quiero y conocí en México hace algunos años con Almudena Grandes, Paloma y Paco Ignacio Taibo.
El ganador del Premio Carlos Fuentes, Luis García Montero, también Premio Nacional de Poesía de España por Habitaciones separadas que, según la crítica, es una de las grandes obras de poesía contemporánea en español, por este mismo libro ganó el Premio Loewe, en 1993. En México, nuestra Cámara de Diputados lo nombró Figura Excelsa de las Letras de la Humanidad, así es que todos nuestros legisladores demostraron que, como legistas, son también buenos lectores y críticos. Al propio Carlos Fuentes le habría gustado que García Montero recibiera el premio con su nombre, ya que el galardonado es uno de los grandes nombres de la poesía contemporánea en español.
Así como Federico García Lorca, García Montero proviene de Granada y, así como él, transitó con su primer libro de poemas por los caminos de España. Ha publicado más de 20 poemarios y más de 17 ensayos, y nuestra UNAM reconoce su obra como única en el patrimonio literario mundial
.
Una de mis grandes tribulaciones es ser jurado. Lo vivo como una ardua tarea, un castigo y un compromiso moral, no sólo literario, y me atormento, como en el caso de narradores con una larga trayectoria, como la mía, pero también con jóvenes hombres y mujeres que cruzan los dedos en espera de que se publique su primera obra, ya sea novela, cuento o poesía. Recuerdo haber sido jurado en un concurso de literatura convocado por el Instituto Nacional de Bellas Artes con jueces que ya eran escritores consagrados como Salvador Elizondo y Juan García Ponce (antes de su horrible enfermedad), y en alguna otra ocasión con Sergio Pitol, un alma de Dios, quien venía especialmente de la Universidad de Xalapa y vivía durante esos días en un hotel de la avenida Álvaro Obregón.
Para mí, en lo personal
, como suele especificarse, dar un juicio público de cada obra SIEMPRE fue una tortura, una tarea que me provocó escalofríos y un compromiso que me quitó el sueño. Frecuentemente alegué ante mis compañeros jurados: Espérense, esperen, por favor, aquí hay un detalle muy bueno, un párrafo excelente, una imagen certera, una descripción que nada le pide a Marcel Proust, una prosa que le habría encantado a Juan Rulfo
. ¡Ay, Elena, nuestra decisión está tomada, no le des vueltas, habías dicho que sí!
Pero yo regresaba a lo mismo y defendía el texto ante los demás como si hubiera yo descubierto a Cervantes. Salvador Elizondo se enojaba: Elena, ya párale, nos estamos muriendo de hambre
, porque todas las decisiones de Bellas Artes se tomaban en la mañana.
Recuerdo que Juan Antonio Ascencio, escrupuloso a morir, buen escritor él mismo, tallerista y espléndido conocedor de literatura, me ayudó a leer manuscritos que él mismo supo calificar con amoroso cuidado y con una atención menos atormentada que la mía, ya que yo (por costumbre y por índole personal) jamás quiero eliminar a nada ni a nadie, lo cual es una forma ineficaz y muy morosa de juzgar una obra que participa junto a muchas otras en un concurso literario.
En la vida, siempre he sabido qué escritores me hablan al corazón y quiénes no. Obviamente, prefiero a los autores que tratan temas que me son afines y me cuesta trabajo entender textos en que todo gira en torno al yo
y a la autobiografía por más sexy
que resulte, aunque desde muy joven en el Liceo leí a Proust y me deleitó Jean Santeuil, pero ya cuando me tocó À la recherche du temps perdu, en primera lengua, el francés, tuve que regresar varias veces a páginas anteriores porque el exceso proustiano me hacía perder el hilo.
Tengo gran inclinación por la literatura que hacen las mujeres, puesto que nací mujer y desde joven, y ya en México, me apasioné por Sor Juana, por Rosario Castellanos, por Elena Garro, sin olvidar el entusiasmo que me causó la lectura de El libro vacío, que la misma Josefina Vicens leyó en voz alta en varias tandas de lectura en casa de Guadalupe Amor en la calle de Duero, en la colonia Cuauhtémoc. Como era mi costumbre, hice preguntas y pedí explicaciones. Hacerlo sigue siendo parte de un oficio iniciado en 1953 a través de ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué y para qué?
, que son de ley en el periodismo. Lanzar una noticia requiere siempre una justificación. En el diarismo, el espacio no se puede desperdiciar. Recuerdo que una vez, en una crítica en común a todos los reporteros en el periódico El Día, mis compañeros sacaron por la ventana, desde el segundo piso, un rollo de papel del excusado que caía hasta la banqueta de la avenida Insurgentes Norte para darme a entender que escribía demasiado y que lo que yo evidenciaba en tantísimas páginas podía decirse con cuatro palabras y no las 4 mil líneas a doble espacio que yo entregaba con tanta inconsciencia. Cada uno de nosotros, los reporteros, pasamos por la misma guillotina y después íbamos a la cantina a brindar por el significado de la economía en la escritura y yo me comía toda la botana mientras se rifaban unos pollos. Lo bueno y breve, dos veces bueno, decía don Edmundo Valadés.
No sé si aprendí la lección porque mi rubro siempre fue la entrevista o la crónica, pero no quería yo sacrificar una sola palabra concedida por el entrevistado ni dejar de señalar sus gestos, y retenía por escrito hasta un estornudo porque un estornudo de Siqueiros o uno de Octavio Paz no eran ni son cualquier cosa. A mis diálogos interminables, todavía les añadía una segunda parte y a veces hasta una tercera. El jefe de información me aguantó y el de redacción, muy buena gente y cuentista, también; Edmundo Valadés, por su parte, me aconsejó pegar encima de mi máquina Olivetti un letrero: Economía es estilo
.
Para mí es una alegría recordar a Luis García Montero con una guayabera blanca en la Ciudad de México y pensar en que fue el amoroso compañero de Almudena Grandes. Rosa Montero –una gran novelista que todos amamos en México y hemos premiado–, Beatriz Espejo –viuda de un excepcional crítico mexicano, Emmanuel Carballo, y extraordinaria cuentista–, Élmer Mendoza, que trae a todos los estados norteños en las bolsas de su pantalón, y Fernando Fernández, poeta y editor, que allana cualquier discusión con su sensibilidad y su inteligencia, se congratularon al designar el Premio Internacional Carlos Fuentes al catedrático y director, en este momento, del Instituto Cervantes, por su gran aportación al patrimonio de la humanidad.