La Organización de Naciones Unidas (ONU) es un organismo extraño. Si su cometido original fue –y continúa siendo– preservar la paz entre las naciones, su eficiencia ha sido, desde su fundación, prácticamente nula. Hoy, al igual que antes de 1948, en la esfera mundial no existe ningun poder superior al cual apelar en caso de conflicto. Las relaciones entre las naciones se rigen por la fuerza que cada una es capaz de ejercer sobre las otras, y no por ningún tipo de ley general. En otras palabras, valga el paroxismo: el orden mundial tiene un carácter esencialmente anárquico.
Y, sin embargo, existe un plano en que la ONU mantiene cierta eficacia: la conformación de la opinión pública mundial. Por más que las grandes potencias –las cuales proveen su financiamiento– dicten el carácter de sus acciones, el consenso de la Asamblea General se dirime día a día de manera impredecible. Es decir: la ONU pertenece al mundo del espectáculo, no al de las decisiones. Si bien se trata de un espectáculo central. En la opinión pública mundial se dirimen las percepciones que se tienen sobre la acción de cada Estado. Y éstas pueden afectar su política interna.
En las comisiones e instituciones que la conforman prima, en cambio, una situación distinta. No es fácil descifrar su conducta. Algunas de ellas funcionan, sin duda, bajo la estricta égida de las grandes potencias, sobre todo de Estados Unidos. En particular, tres de ellas: el Comité de Derechos Humanos, el Comité de Sanciones y algunas Relatorías Especiales. En el primero, Washington califica y descalifica a naciones enteras según las exigencias de su política interna; el segundo ha devenido uno de sus principales instrumentos de guerra, y las Relatorías son más impredecibles. A veces, se instauran ad cassum; y, a veces, adquieren más permanencia.
Es el caso de la Relatoría Especial sobre la Independencia de Magistrados y Abogados, conformada por la Comisión de Derechos Humanos en octubre de 2022. Su encargada es Margaret Satterthwaite, quien el 16 de junio ofreció una imprevista conferencia de prensa sobre la situación del Poder Judicial en México. Satterthwaite imputó a la Presidencia mexicana una labor de “estigmatizar sin pruebas a los magistrados” como “corruptos” y “delincuentes”, lo cual afectaría la legitimidad de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). No casualmente, se olvidó de mencionar las toneladas de “pruebas” y testimonios que existen sobre la colusión del Poder Judicial con las redes del crimen organizado y las grandes empresas.
En otras palabras: se trata de la Casa Blanca enviando un mensaje a través de la ONU de que se opone a la reforma del Poder Judicial anunciada por la presidenta entrante. De la misma manera pueden ser interpertadas las opiniones de las calificadoras de la economía mexicana que han provocado las variaciones recientes en el precio internacional del peso.
En primer lugar, no es ningún secreto. El actual Poder Judicial en México se encuentra atrapado en las redes del narcotráfico global. En cierta manera, sirve como un mecanismo para protegerlas. Y son las agencias estadunidenses que dictan cuántos etupefacientes ingresan cada año al mercado vecino, las que regulan estas redes.
En segundo lugar, desde hace más de década y media, Washington ha delineado una política para transformar a los poderes judiciales en un instrumento de intervención contra los poderes ejecutivos de la región. Sobre todo cuando éstos se proponen introducir modificaciones a la política neoliberal. Ese fue el caso del papel corrosivo que las cortes desempeñaron en Brasil, Argentina, Ecuador y Perú. También en México, desde que Norma Piña ascendió a la presidencia de la SCJN.
Sin una reforma al Poder Judicial, la recién electa administración de Morena será incapaz de hacer frente al desafío de reducir el impacto del crimen organizado en la vida pública y cotidiana del país. Se trata acaso del principal bastión que hace hoy posible la autosusentabilidad de los insumos que requiere el mundo del crimen para reproducirse y extender sus dominios cada día más.
Hace poco, AMLO ironizó a Claudio X. González –ese patético émulo de Vox, Jean Marie Le Pen y Fratelli d’Italia– por su “falta de oficio político” en la reciente contienda electoral. Nada más justificado. Sin embargo, la pregunta nos obliga a una reflexión más detenida: ¿en qué consiste exactamente el “oficio de la política”? De Maquiavelo a Max Weber, la repuesta del pensamiento político moderno al respecto es invariable: el centro del oficio del político es salvaguardar el monopolio legítimo y legal sobre la violencia pública, condición fundamental para pocurar el mínimo bienestar a la población. Lo otro es la guerra de todos contra todos, tal y como sucede en el actual holocausto mexicano.
El primer gobierno de Morena hizo caso omiso de esta responsabilidad durante seis años. Y ahora hereda esta truculenta tarea a la primera presidenta que gobernará al país. Es un exceso, por decirlo de la manera más comedida. Pero ya dirá el tiempo de qué trata “el oficio de la política”.