En Acapetlahuaya, Guerrero, apenas un kilómetro después de cruzar un retén militar, un grupo de siete periodistas a bordo de dos vehículos se topó con un bloqueo levantado con piedras y palos. Al detenerse, unas 100 personas armadas y encapuchadas los encañonaron para despojarlos de sus equipos de trabajo y pertenencias.
Ese 13 de mayo de 2017, los reporteros y fotógrafos habían viajado para documentar los salvajes operativos de La familia michoacana en Tierra Caliente y las acciones de militares y policía estatal para recuperar el control de siete de los nueve municipios de la región.
Los pistoleros llevaron a los periodistas a un callejón, mientras sus cómplices robaban computadoras, cámaras fotográficas y de video, y carteras. Se quedaron con uno de los vehículos (“si no se van, les vamos a quitar las dos camionetas y se los va a llevar la chingada”, les dijeron para acallar sus protestas) y, poniéndole una pistola en la cabeza a un comunicador, les advirtieron: “Si vemos que se detienen en el retén y dicen lo que les pasó, los vamos a comer vivos. Tenemos halcones vigilando”.
Uno de los asaltados era Jair Cabrera, reportero gráfico y colaborador de La Jornada, nacido el 2 de abril de 1988 en la Unidad Ermita Zaragoza de Iztapalapa. La vesania no era algo nuevo para él. Cuando tenía 19 años, la policía mató a uno de sus amigos del barrio. Desde ese momento, la lista de sus cuates cercanos asesinados creció sin cesar. Sabía lo que era que los pobladores se reunieran en el velorio de jóvenes ultimados por falta de oportunidades a los que había que cantarles, llorarles, llevarlos al panteón y enterrarlos. El dolor tan grande lo hizo admitir: “Fue mi vecino. Pude haber sido yo”.
Fotoperiodista formado en el FARO de Oriente con Jesús Villaseca, se acercó a la magia de capturar la imagen cuando su hermano Irving le enseñó las partes de una cámara. A los 22 años comenzó a chambear profesionalmente. Se abrió camino en la nota roja, que como escribió Jorge Ibargüengoitia, es “un panorama moral de nuestro tiempo”.
Jair supo que algo había cambiado en la capital, cuando en octubre de 2015, le telefoneó, muy temprano en la mañana, su compa David, para avisarle que había un colgado en el puente de La Concordia, al lado de su casa, a la salida a Puebla. Eso pasaba en otras partes del país, no en la metrópoli. Él no creyó. Pero David lo convenció. Así, acompañado por su papá y su hermano, se trasladó hacia allá, para encontrarse con que, la noticia con que despertó, era verdad. Mientras veía al cadáver suspendido en el puente y no podía parar de temblar, se dijo: “No puede ser. Ya nos alcanzó”. La descomposición iba más allá de Iztapalapa. Llegaba la hora del narco.
En el colmo de la indignidad, el gobierno de Miguel Ángel Mancera quiso correr la versión de que se trataba de un muñeco colocado allí por Día de Muertos.
Las fotos lo desmintieron. Jair obtuvo una enorme enseñanza política: la labor del periodista y la imagen pueden contrarrestar el discurso oficial. Adicionalmente, las fotos de ese día le valieron que la revista Time reconociera su trabajo como uno de los mejores del mundo ese año.
También en la ruta de la violencia, Cabrera fue a Tlapa, Guerrero, en junio de 2015, para cubrir el funeral de Antonio Vivar Díaz, ejecutado extrajudicialmente en la capilla del Tepeyac por un policía federal, en el marco de la lucha por la presentación con vida de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa y el rechazo a la reforma educativa de Peña Nieto. Cámara en mano, acompañó a las más de 3 mil almas que fueron a sembrar en el panteón al comandante Toño, y guardaron solemne silencio para escuchar a su hermana cantarle como despedida Amor eterno. “Se me salieron las lágrimas”, recuerda el fotógrafo.
Sin embargo, pese a documentar todos estos brutales episodios (y muchos más), lo que vivió en Tierra Caliente en mayo de 2017 fue una violencia de otro signo. No sólo perdió en unos cuantos minutos todo el material gráfico que había capturado ese día, su equipo de trabajo adquirido con muchos esfuerzos y años de trabajo, y su dinero. Amenazado por un centenar de chavos armados parecidos a algunos de su barrio, se le esfumó, además, la seguridad de seguir vivo y en libertad. “¿Me desaparecerán?”, se preguntó viendo a la turba.
A partir de entonces, la vida ya no fue la misma para Jair y sus colegas. Tampoco para el periodismo en Guerrero. Sergio Ocampo, corresponsal de esta casa editorial, también víctima de la agresión, sufrió una parálisis facial. Tiempo después, ya restablecido, regresó al lugar de la agresión para celebrar una ceremonia y recuperar su alma. Cabrera todavía no se siente listo para emprender algo así.
En la biografía de Jair, hay pues un antes y un después de Acapetlahuaya. A partir de ese momento, buscando refugio y seguridad, tomó un avión de los que veía pasar cuando era niño pensando que nunca se subiría a uno, y partió a Europa, donde trabajó en una cooperativa de cineastas. Se encontró allí con la migración, la discriminación y el racismo. Y con rastros y rostros de la guerra, tanto en Afganistán como en los Balcanes. En Kabul, entre armas, mutilados y un mar de destrucción, vio a niños volando cometas, como él de pequeño.
Jair es periodista audiovisual de La Jornada. Su vida es tan interesante que hasta hicieron un documental sobre él: Disparos, premiada internacionalmente. La fotografía (y el apoyo y amor de su familia) le dio sentido a su existencia y le permitió salir adelante, en un medio donde precariedad y escasez condenan a una muerte temprana y a una existencia injusta. Una parte de su obra, especie de atlas de la violencia contemporánea, en el que el arte se cruza con el periodismo, fue recogida en su libro Travesía. Vale la pena navegar a través de sus páginas e imágenes.
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