Las elecciones europeas son un hojaldre de mil capas superpuestas que se van entrelazando y separando. Desde fuera puede observarse el panorama general, que muestra un deslizamiento hacia la derecha, sin que pueda hablarse del auge desencadenado de la extrema derecha que se temía. La situación es grave, pero a veces nos puede la tentación del titular catastrófico: la cita comunitaria del pasado 9 de junio sirvió para confirmar la fuerza ultra, pero también para indagar en el antídoto.
Pese al desastre de países como Alemania y Francia, hay lugares en lo que la extrema derecha ha retrocedido, como Finlandia, donde ha caído a la mitad, y países en los que la izquierda acertó en la fórmula para vencer, como Países Bajos, donde la coalición entre la izquierda, la socialdemocracia y los verdes dio la campanada y se impuso por delante del incalificable líder de la extrema derecha, Geert Wilders.
Es posible dar la vuelta a lo que demasiadas veces se nos presenta como un destino ineludible. En ningún sitio está escrito que repetir los grandes dramas europeos del siglo XX sea inevitable. Primer apunte electoral.
Segundo: el Parlamento Europeo ratifica los principales cargos de la Unión Europea, pero quienes los deciden son los estados miembro, que ahora tienen dos semanas para negociar los nuevos nombramientos. Hay una disonancia en este punto: los conservadores dominan el parlamento, pero no gobiernan ni en Berlín ni en París, los motores de la comunidad. De esos equilibrios nacerá la nueva arquitectura europea, compensando el relativo auge de la extrema derecha en la Eurocámara.
Conforme se corta el hojaldre emergen capas y más capas de análisis. Cada país es un microcosmos, y dentro de cada de uno de ellos hay realidades diversas y ritmos políticos a los que las elecciones europeas afectan de diferente forma. En el País Vasco, los nacionalistas conservadores del PNV quedaron en tercera posición por primera vez en la historia –adelantados por la izquierda independentista de EH Bildu y el PSOE de Pedro Sánchez–, tras lo cual decidieron acelerar la formación del nuevo gobierno en la Comunidad Autónoma Vasca, algo que estaba pendiente desde las elecciones de abril. En dirección contraria, los resultados en Cataluña, donde el PSOE volvió a ganar a los independentistas, han hecho más posible una repetición electoral, ante la falta de candidatos para apoyar un gobierno de los socialistas.
En Madrid, Pedro Sánchez volvió a salvar otro matchball y ahora se lanza al ataque: ha dado un ultimátum al PP para reformar el poder judicial –una vergüenza que ya ha sido sancionada por Europa– y ha anunciado para este mismo mes un paquete legislativo de regeneración democrática. Veremos.
Pero entre golpe de efecto y golpe de efecto, Sánchez debería pararse a mirar a su izquierda, donde la debacle de Sumar anuncia nuevas turbulencias en un espacio político siempre dispuesto a apretar el cuchillo entre los dientes. El PSOE es el único, junto a EH Bildu, que ha salvado la papeleta en el espectro que va del centro a la izquierda. De poco le servirá a Sánchez seguir flotando si el precio a pagar es que todos se ahoguen a su alrededor.
Pero si en algún lugar han causado un terremoto las elecciones europeas ha sido en Francia. El batacazo del presidente, Emmanuel Macron, se escuchó hasta en la Estación Espacial Internacional. Le bastó tener 30 por ciento del voto escrutado para salir corriendo a buscar una cámara desde la cual anunciar la disolución de la Asamblea Nacional y convocar elecciones legislativas. Motivos tenía, desde luego, el Reassemblement National de Marine Le Pen, la líder que ha sabido darle una pátina de modernidad y transversalidad al viejo Frente Nacional de su padre Jean-Marie, dobló ampliamente el resultado del partido de Macron: 31.4 por ciento de los votos y 30 eurodiputados frente a 14.6 por ciento y 13 escaños.
Las elecciones son ya –primera vuelta el 30 de junio y segunda el 7 de julio– y las primeras encuestas auguran que el partido del presidente podría desaparecer del mapa. Demasiadas promesas sin cumplir. El mandato de Macron constituye un catálogo de políticas a evitar para impedir el auge de la extrema derecha. En política interior, a anuncios pomposos han seguido actuaciones discretas que no han servido para poner freno a la creciente desigualdad, y a veces peor, se han aprobado leyes retrógradas que no han hecho sino reforzar la agenda ultra, como la de inmigración, aplaudida por la propia Le Pen.
En política exterior, los discursos grandilocuentes apenas esconden una actuación errática y cambiante. “Todo el mundo ha estado de acuerdo al menos una vez con esta nueva política exterior francesa”, acaba de escribir, mordaz, el ex primer ministro Dominique de Villepin.
Y sin embargo, la victoria de la extrema derecha no es inevitable. La derecha tradicional expulsó por las bravas a su líder por proponer pactar con Le Pen, y todo el arco progresista acordó el jueves por la noche un ilusionante frente popular. El abismo al que ha precipitado Macron a su país es enorme, pero no todo está perdido. Si hay reacción, hay esperanza. Nos vemos en París.