Ciudad de México. Mi formidable maestro de literatura en preparatoria, el jesuita Mauricio Brehm, solía decir de algunas clases (lo recuerdo antes de leer en el salón ¿Muerte sin fin? ¿Canto a un dios mineral?) que sentía arrojar perlas a los puercos. Referido a la mayoría de mis condiscípulos, a quienes les valían madres José Gorostiza o Jorge Cuesta, su dicho mostraba la tensión pedagógica heredada desde Vasconcelos entre la alta y la baja cultura. Y que en el caso de aquella escuela jesuita condujo a su desaparición, por razones más bien de opción política: ya no educarían a los hijos de la élite y las clases medias aspiracionistas de la Ciudad de México, cuya mayor parte pretendía administrar empresas. Que se educaran en otra parte.
(Antes de proseguir, me interrumpo para llamar la atención del lector interesado hacia las recientes columnas de Julio Boltvitnik –Economía Moral– en estas mismas páginas, comentando y reseñando las elaboradas ideas del pensador húngaro György Márkus sobre alta cultura, altas artes y su paulatina destrucción por el mercado, la función social prefijada, y mucho más. Márkus dialogó como pocos con los filósofos contemporáneos sobre temas cruciales: la ciencia, el conocimiento, la cultura).
Al asumir la Presidencia Andrés Manuel López Obrador, un gran precipicio lo separó de una buena parte de la clase intelectual que mal que bien se arreglaba con los sucesivos gobiernos. Uno de los meollos de la fractura fueron los cambios en el Fondo de Cultura Económica (FCE). De entrada, los gremios los vieron con espanto, los colegios, las academias, las empresas editoriales.
Temían el inminente sesgo ideológico, aquellos que nunca repelaron por la designación del ex presidente priísta Miguel de la Madrid para dirigir el mismo FCE durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. De la Madrid trajo bonanza a la empresa paraestatal. Aunque desapareció colecciones irrepetibles como Río de Luz (de fotografía), creó la friolera de 21 colecciones nuevas, consintió a los poetas, a los historiadores y sobre todo a los economistas de la nueva doctrina reinante. Se otorgó un edificio monumental y palaciego, inaugurado en 1992. Con ello, el arquitecto Teodoro González de León “completaba” su ciudadela en el Ajusco, iniciada casi 20 años antes con El Colegio de México.
El portal Edificios de México lo reseña así: “González de León decidió diseñar una estructura metálica de base triangular en la parte superior del edificio para inyectar una sensación de ligereza en el imponente diseño general. La escalera central construida alrededor de un diseño circular evoca claramente el de Bramante para el escalón en los Jardines del Vaticano en Roma. Sin embargo, la característica clave de este proyecto es su decidido intento de dar a la fachada principal una imagen plástica y flexible a la vista de los espectadores. Lo extraño es que el diseñador ha optado por ocultar esta característica clave dentro de una forma escultórica curva diseñada, como de costumbre, con gran maestría. Casi parece que este imponente edificio está tratando de despegar y volar. Sus formas plásticas son ligeras, monumentales, poderosas y muy inventivas. Toda la construcción crea una gran sensación de elegancia arquitectónica a medida que las formas cóncavas y convexas se unen tanto en la plaza frontal como en la elevación general del edificio”.
Todo suena padrísimo, pero qué tienen que ver Bramante, el paisaje o la ambición arquitectónica de lujo con la tarea de editar, distribuir y vender libros, así sean de excelencia. En su penthouse se añadió un balcón volado fabuloso, inmenso, principesco. Algo muy necesario para hacer libros.
Un editor amigo de larga data pronosticó el fin del FCE cuando vio venir a Taibo II. En cierto modo tuvo razón. Con la colección de cuadernos Vientos del Pueblo como punta de lanza, a bajísimo costo, el nuevo FCE invirtió la pirámide, castigó los prestigios heredados, redefinió la Colección Popular y encabezó una campaña de divulgación de la cultura y promoción de la lectura en parques y plazas, dando continuidad a la Brigada para Leer en Libertad que Taibo II y Paloma Saiz ya impulsaban de tiempo atrás.
La ruptura fue inevitable, y profunda, con varias casas editoras y las grandes trasnacionales del libro, los Nexos-Letras Libres, los medios masivos, las ferias universitarias del ramo. Las librerías del Estado dejaron de vender a estas editoriales, que se quejaron de impago, y algunas librerías privadas ignoraron al FCE. He escuchado deseos de muerte entre los bandos culturales, confrontados de manera irremediable. Estas diferencias ilustran lo que ha ocurrido en los pasados seis años. En términos generales, el acento gubernamental retornó al nacionalismo, a un tradicionalismo que aviva el folclor y las culturas originarias, desconfía del arte elitista y de los autores “que no están de acuerdo con nosotros”, como le gusta resumir al Presidente.
Los tiempos no son los mismos. Todo debe caber. Los pueblos originarios han cobrado impulso propio más allá de las poses gubernamentales, todavía aquejadas de indigenismo paternalista, pero obligadas a digerir el protagonismo de autores y creadores de estos pueblos, a la vez que se fuerzan representatividades y se desdeñan resistencias. Carlos Payán, a cuyas ideas sobre cultura habrá que volver, escribió en 2012: “Una verdadera zambullida nacional en el océano de la cultura, mexicana y mundial, pasada y contemporánea: eso, y no menos que eso, es lo que debemos conseguir”.