El año de 1964 quedó marcado en la historia política latinoamericana como aquel cuando se inició el curso autoritario y antidemocrático impulsado por las élites políticas. Enmarcado en la multiplicidad de conflictos que supuso la llamada guerra fría, en aquel año dos acontecimientos trazaron un rumbo por el cual seguirían otros países en la región en los tiempos posteriores: en marzo y noviembre dos golpes de Estado cimbraron la vida de Brasil y Bolivia, respectivamente.
El caso brasileño cuenta con un proceso largo de historización tanto de sus implicaciones internas como de su peso externo; por lo demás, la reconstrucción de la memoria de aquellos años ha ganado fuerza por la manera cruenta y despiadada en que el poder militar avanzó destruyendo las militancias izquierdistas y el conjunto del conglomerado popular, dándose también un fuerte impulso a recuperar las variopintas experiencias de resistencia, articulación y reorganización política, entre cuyos productos se encuentra la formación del Partido de los Trabajadores y el liderazgo de Lula da Silva.
El boliviano, sin embargo, resulta más aleccionador para nuestros días. Mucho menos estudiado, muestra tanto la importancia de aquella nación como la urgencia de su estudio. Bolivia había vivido un proceso revolucionario apenas una década atrás, cuando una gran insurrección proletaria derribó al poder oligárquico en 1952. Aprendidas las lecciones de aquel tipo de insubordinación plebeya, cuyo antecedente directo fue la Revolución Mexicana, pronto el “nacionalismo-revolucionario” boliviano enfrentó duras trabas para su despliegue. La reforma agraria y la nacionalización de las minas, así como el doble poder de la clase trabajadora, fueron las señas de identidad de aquel primer periodo.
Enfrentado a sus propias contradicciones, la de 1952 fue definida como una “revolución burguesa contra la burguesía”, en las palabras de René Zavaleta, que pronto entró en una espiral de decadencia, corrupción y contención de la movilización. El punto climático fue en 1964, cuando un golpe proestadunidense, anticomunista y antiobrero planteó un nuevo escenario de poder.
La incapacidad del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) de acordar mecanismos de sucesión causó una grave división dentro de la nueva élite, quedando por un lado Víctor Paz Estenssoro, quien asumió un tercer mandato presidencial, y de otro lado un conjunto de liderazgos políticos y sindicales, de gran peso entre las masas obreras, en la oposición. Paz llevó al general René Barrientos como vicepresidente, pero la aplastante victoria de la fórmula nacionalrevolucionaria no se tradujo en estabilidad en el poder, sino más bien en el fracaso de su cohesión, finalmente consagrada en noviembre.
Las consecuencias del golpe fueron de gran calado geopolítico. Apenas unos cuantos años después de este suceso, el comandante Ernesto Che Guevara, como es sabido, realizó un intento infructuoso de establecer un foco guerrillero en aquella zona. La elección de Bolivia como país para el desarrollo de una revolución continental es aún motivo de debate y discusión, pues las condiciones, vistas a la distancia, no parecían las mejores. Fue particularmente en el ámbito campesino donde el nuevo poder militar, aliado firme de Estados Unidos, logró sus mejores resultados, neutralizando cualquier tipo de insubordinación política. Por otra parte, ese golpe terminó de sellar el proceso de influencia estadunidense en la fuerza armada, mismo que contrasta con las aspiraciones nacionalistas que tuvieron otros ejércitos en la región, como el peruano, brevemente el ecuatoriano y el panameño.
René Zavaleta –quien murió hace cuatro décadas– analizó aquel momento, señalando los múltiples factores que contribuyeron al fracaso del Che en Bolivia. Entre ellas destacó la desconexión rural tras el “pacto militarcampesino”, el cambio demográfico, el ethos del campesino boliviano frente al poder y, sobre todo, señaló que había que desestimar como factor explicativo las formas de delación y también la lejanía del aparato del Partido Comunista de la lucha armada. De sus palabras, es preciso recordar aquello de que “la revolución del MNR aspira a ser intermedia y la guerrilla aspira a ser finalista; la revolución del MNR creyó hasta su caída en la negociación y la guerrilla cree solamente en su triunfo total. El resultado de no pensarse a sí misma como un fin hace de la revolución del MNR un fenómeno impuro y extenso”.
El golpe de 1964, aunque revestido con cierto cariz restaurador de 1952 en aquel momento, en realidad era su negación inmediata. Agotada la posibilidad del gobierno nacionalrevolucionario y aceleradas las tendencias contradictorias en la geopolítica, el golpe apareció como un momento más de inestabilidad en una trama propia de una nación con un Estado frágil y una sociedad con altas capacidades de movilización, que hacían tambalear al aparato institucional con cierta rapidez. Ante ese panorama, el ejército respondía como el garante del orden.
La lección de 1964 aparece como importante, pues muestra cómo el desgaste del juego de élites puede ser utilizado por fuerzas externas, tema que no se agota en fenómenos del pasado, sino que sigue una constante presente de los arreglos políticos. También, porque nos recuerda lo poco o nada que sabemos de un país que vivió la única revolución proletaria del continente. De igual forma, es preciso insistir en Bolivia como clave explicativa de la geopolítica y de cómo es tierra donde se ensayan formas políticas, a la manera de un eslabón débil, mismas que posteriormente son reformuladas en otros contextos. El golpe de 1964 en Bolivia, caso discreto en medio de la parafernalia represiva y militarista de sus vecinos del sur, sin embargo, puede ser una llave explicativa más pertinente del devenir de las sociedades latinoamericanas pasadas y presentes.
*Investigador de la UAM