El triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018 empezó a gestarse 36 años antes; concretamente, el 4 de julio de 1982, cuando partidos de izquierda decidieron registrar candidaturas presidenciales para disputar el poder por la vía de las urnas. En la década siguiente, AMLO empezó a formular un proyecto de gobierno para Tabasco y después, para la ciudad capital. En 2004 publicó su Proyecto alternativo de nación, propuesta de país que fue madurando y actualizándose y que tuvo nuevas versiones en 2011 y en 2017.
El triunfo de Claudia Sheinbaum en los comicios de 2 de junio no fue un suceso inesperado ni mucho menos: fue la culminación de casi seis años en los cuales ella, como jefa de Gobierno capitalino, y López Obrador, desde Palacio Nacional, dirigieron cambios profundos y trascendentales en la vida del país.
Si alguien paró en seco una “deriva autoritaria” –frase de alerta favorita de los cortesanos huérfanos que se hacen llamar intelectuales– fue precisamente Claudia, quien desde el primer día de su gestión en la Ciudad de México cortó de tajo las políticas represivas, corruptas y tremendamente ineptas de su antecesor inmediato, Miguel Ángel Mancera, el cual traicionó su mandato e impuso un modelo gentrificador, autoritario y venal a una urbe que lo eligió para que ampliara las libertades, combatiera la deshonestidad y orientara las prioridades gubernamentales a servir a los más desprotegidos.
En contraste con Mancera, la hoy virtual presidenta electa de México, en cambio, actuó en estricto apego a las reglas éticas fundamentales de la Cuarta Transformación.
No se enriqueció en el cargo, mantuvo una actitud de total transparencia en la gestión pública y no traicionó a sus electores. Igualmente importante, mantuvo una estrecha coordinación con el gobierno federal, el cual llevó a cabo una transformación nacional sin precedentes desde la Revolución Mexicana.
Mientras los sectores oligárquicos y neoliberales –que hasta hoy controlan la mayoría de los medios tradicionales, el Poder Judicial y buena parte de los organismos autónomos– se desvelaban con el temor de los cambios que AMLO podría introducir en el país, el Presidente los llevó a cabo. En la mente de esa oligarquía desplazada, todo fue por culpa de 30 millones de imbéciles que en 2018 se equivocaron en las urnas. Anclados en las lógicas del viejo régimen, no se enteraron que por primera vez en muchas décadas había en la Presidencia alguien que cumplía con lo prometido en campaña.
No pudieron distinguir entre la humillación de las limosnas que sus antiguos mecenas repartieron para asegurarse el voto de los pobres y la dignificación para millones que representaron los programas sociales de la 4T, concebidos no como dádivas sino como derechos. Habituados a las obras pensadas para beneficiar a los contratistas, no entendieron que los grandes proyectos de desarrollo regional de este sexenio tenían como propósito beneficiar a las poblaciones.
Jamás comprendieron que las visitas de AMLO a las zonas dominadas por el cártel de Sinaloa no tenían como propósito congraciarse con el narcotráfico, sino combatirlo de raíz impulsando allí el bienestar, las comunicaciones terrestres y obras de infraestructura para mejorar la salud y la educación y combatir la marginación.
Las políticas que en la inmensidad geográfica y humana del territorio nacional han tardado en producir frutos –tan irrebatibles como el descenso de los índices delictivos, la reducción de la pobreza y la desigualdad, la reactivación económica–, en la ciudad capital han tenido un éxito incluso mayor. La Ciudad de México es, en muchos sentidos, el escaparate de la 4T, con los acentos de la innovación digital, las obras con un impacto positivo para el ambiente, la protección de grupos vulnerables y una clara perspectiva de género. Más aún, si se quiere ver un modelo de la transformación nacional en los tres niveles –federal, estatal y municipal–, basta con agregar Iztapalapa a la fórmula: gobiernos humanistas, austeros, honestos y volcados a servir a la población.
Entre el proyecto de nación –renovado y adicionado, pero continuista– que enarbola Claudia Sheinbaum y el amasijo de ocurrencias y retrocesos que ofreció Xóchitl Gálvez, la mayoría de la gente no dudó a la hora de elegir. Entre la inocultable corrupción inmobiliaria que representa el entorno de Santiago Taboada y las utopías construidas por Clara Brugada, la mayoría de la gente tuvo muy claro de por quién votar.
AMLO cierra su sexenio con niveles cercanos a 80 por ciento de aprobación y Claudia Sheinbaum recibió la adhesión inicial de casi dos tercios del electorado. Ambos son exponentes del nuevo pacto social que la nación está construyendo. Pero para las luminarias huérfanas del difunto régimen neoliberal, los estúpidos se han multiplicado, han vuelto a equivocarse y están llevando al país a la ruina y a la dictadura. Y no las contradigan porque ellas, las luminarias, son muy inteligentes.
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