Al comenzar 1920 el gobierno de Venustiano Carranza enfrentaba un panorama complicado. Ese año habría elecciones presidenciales. Los dos más fuertes candidatos eran los generales Álvaro Obregón y Pablo González. Ninguno de los dos era bien visto por el jefe del constitucionalismo, quien estaba convencido de que había qué cerrar el paso a los militares y llevar a un civil a la Presidencia.
Impulsaba la candidatura de Ignacio Bonillas, embajador de México en Washington y cercano colaborador del presidente. En enero, Carranza pidió a Pablo González declinar en favor de Bonillas, pero el general se negó y, sintiéndose traicionado, rompió con su antiguo jefe. Carranza perdió así a sus dos principales brazos militares.
Entre tanto, Obregón, quien había comenzado su campaña presidencial, recorría el país consiguiendo apoyos, tejiendo amarres y sellando pactos con los principales jefes militares, en previsión de que Carranza intentara sacarlo a la mala de la contienda.
El tiempo apremiaba para el presidente. Las elecciones tendrían lugar el primer domingo de julio. Construir una candidatura ganadora, con un aspirante tan poco conocido y sin carisma como Bonillas frente a uno tan fuerte, con tantos apoyos y amarres como ya traía Obregón, aunado a su carisma, era prácticamente imposible. Carranza decidió jugarse el todo por todo. Usaría al aparato estatal y jugaría en los márgenes que la ley le permitiera para impedir el triunfo de Obregón.
Las cosas se complicaban cada vez más para Carranza, quien lejos de pactar con Obregón, dobló su apuesta. Como pintaban las cosas, era probable que al cerrarse los espacios legales el segundo se rebelara. El presidente sabía que el principal bastión de Obregón sería Sonora, por lo que procedió a bloquear un posible levantamiento armado en esa entidad. El pretexto que utilizó para enviar una fuerte columna militar de 8 mil hombres desde Chihuahua fue un posible levantamiento yaqui.
El gobernador Adolfo de la Huerta hizo intentos desesperados para detener la invasión, escribió a Carranza que detuviera la columna, le anunció que iría a la ciudad de México y se rendiría. Carranza no cedió. El 9 de abril le escribió que, si se resistía al ingreso de las tropas federales, lo tomaría como una insurrección y una ruptura del pacto federal.
No había marcha atrás. Era una partida a vencer o morir. Carranza, consciente del poder que tenía como jefe del Estado mexicano, estaba seguro de ganar. Los mandos sonorenses, encabezados por De la Huerta y Plutarco Elías Calles, no iban a dejar solo a Obregón. El 13 de abril, Sonora se rebeló. El 23 de abril, proclamaron el Plan de Agua Prieta, con el cual desconocieron a Carranza, nombraron a De la Huerta jefe del ejército rebelde y llamaron a los gobernadores a unirse al levantamiento.
La rebelión de Agua Prieta encontró un eco que Carranza no esperaba. No sólo no previó que la lealtad de los jefes militares no estaría con el Presidente de la República, quien era su jefe formal, sino con su jefe real, con el militar que los había conducido con éxito al triunfo de la Revolución, que los había acompañado en las difíciles batallas, compartiendo con ellos los sinsabores y la alegría de los triunfos, quien era además un mutilado de guerra.
Carranza no podía competir con Obregón por el corazón de los jefes militares. Menos podía pretender tener su apoyo si quería hacerlos a un lado y sustituirlos por los civiles. El ejército, un ejército popular victorioso, no podía permitir que, una vez obtenido el triunfo, se le hiciera a un lado en la reconstrucción del país. Nadie tenía más derecho que los barones de la guerra.
Mientras la rebelión de Agua Prieta se ponía en marcha, Obregón, de manera peliculesca, escapó de la ciudad de México el 13 de abril de 1920 disfrazado de ferrocarrilero, se refugió con los jefes zapatistas con los que había establecido alianzas y llegó a Guerrero, donde el gobernador, Francisco Figueroa, partidario suyo, lo alojó. Cuando se enteró de que sus paisanos se habían insurreccionado, se sumó a la rebelión. La revuelta se propagó como reguero de pólvora.
Los cuatro mandatarios obregonistas (Pascual Ortiz Rubio en Michoacán, Enrique Estrada en Zacatecas, Francisco Figueroa en Guerrero y Carlos Greene en Tabasco), se levantaron en armas. Uno tras otro los jefes militares y las guarniciones se pasaron del lado de los aguaprietistas. Fue tan fácil, que algún historiador le ha llamado “la huelga de los generales”, porque éstos se negaron a respaldar al presidente Carranza, como era su deber, y se sumaron a los rebeldes.
Carranza se quedó prácticamente solo. El 2 de mayo se levantó contra él Pablo González. Los únicos generales que seguían fieles, con mando de tropas, eran su yerno Cándido Aguilar, en Veracruz; Francisco Murguía, quien llegó de Tampico a la ciudad de México, y Manuel Diéguez, quien fue apresado por sus propios hombres.
El 5 de mayo, Carranza emitió un manifiesto que fue una especie de testamento político. En él, expresó que su intención siempre fue que hubiera una transmisión pacífica del poder, poniendo fin a la “serie interminable y vergonzosa de cuartelazos que venían registrándose en la historia”.
En la parte final de su manifiesto, con enjundia, nuevamente apareció el Venustiano Carranza que no se doblegaba ante la adversidad. Sofocaría la rebelión y haría respetar la autoridad del gobierno.
Sin embargo, no pudo hacerlo. El 7 de mayo salió por tren de la ciudad de México rumbo a Veracruz. No pudo llegar a su destino. Fue atacado y obligado a seguir a pie por la sierra de Puebla. En Tlaxcalantongo, fue asesinado el 21 de mayo de 1920.