Desde un punto de vista estrictamente físico, marcar una boleta es una acción baladí. Consiste en embarrar una sustancia colorida sobre un pedazo de celulosa, procurar que penetre bien en el tejido, y ya. Ese acto, insignificante en sí, puede convertirse en un lodoso charco de oprobio y devaluación personal, como cuando se realiza pensando en un estipendio, una recompensa o un beneficio personal e inmediato.
Pero, en sentido inverso, puede poblarse de contenidos, sueños, rabias, esperanzas y anhelos. Más aún: puede ser el vehículo para consumar deseos y concretar sueños, neutralizar peligros, honrar a los difuntos, desvanecer adversidades, preservar legados o acariciar la piel de quienes no han nacido y darles por adelantado la bienvenida al mundo.
El sitio en el que se ponga la marca dirá “quiero justicia” o “quiero privilegios”; “quiero libertad” o “quiero prohibiciones y represión”; “quiero fraternidad” o “quiero que cada quien se rasque con sus propias uñas”; “soy parte de un tejido” o “no me debo más que a mí mismo”.
El nombre, el color y el signo marcados dirán, y nos dirán, la idea que tenemos de la vida en común, de la forma y la dirección en que buscamos articular la economía y la política, la importancia que asignamos al agro, la relevancia que atribuimos a la soberanía nacional, lo que pensamos de la relación entre el capital y el trabajo y si la sociedad, representada por el Estado, debe o no ayudar a sus integrantes más débiles y desprotegidos.
Nada ni nadie prefiguró el instante del encuentro ante el espejo de la urna. Ni Dios ni la azarosa materia modelaron el cosmos con el propósito de inducir la formación de una galaxia en la que un día habría de surgir un sistema solar más bien pequeño, con un tercer planeta bendecido por la vida, una evolución de las moléculas a las células que desembocaría en una complejidad inenarrable, una civilización simbólica y un rebaño de organismos capaces de sintetizar con una marca en un papel el sentido que decidieran dar a su paso por el mundo. O sea que el sufragio es –debe ser– un acto de plena soberanía personal. Porque la vida, en sí misma, no tiene sentido.
Es tarea de cada uno buscarle a la suya una dirección y un propósito, y cada quien sabrá si vive para acrecentar y defender sus bienes y sus fueros, para el placer antes que nada, para asegurarse la existencia después de la muerte o para escuchar con atención el pulso de los seres que le rodean y buscar alivio a sus sufrimientos y satisfacción de sus carencias.
Nadie tiene por qué enterarse de la clase de marca que un ciudadano pone en una boleta: el voto es secreto. Eso no alivia en nada el impacto que esa pequeña acción tiene en la conciencia de quien sufraga; por el contrario, la incrementa y le da forma de satisfacción o de remordimiento. No hay juicio más implacable que el del espejo.
Por mi parte, votaré este domingo con la mente puesta, en primer lugar, en el recuerdo de quienes me antecedieron en el río de la historia, quienes me formaron y me enseñaron a pensar y sentir. Han muerto, pero están, no en el Cielo ni en el Infierno, sino en estructuras de pensamiento y de lenguaje que sedimentaron para construir mi brújula. Se han desorganizado, pero sus moléculas persisten y andan dando tumbos por allí, y les debo lealtad y afecto.
Votaré también pensando en los irredentos del país y del mundo, los condenados de la Tierra, con la plena conciencia de que la marca que ponga en mi boleta será un puente infinitesimal pero concreto para estrechar sus manos. No soy partidario de una democracia meramente representativa, pero es lo que hay, de modo que delegaré en organizaciones y personas concretas mi amor para con ellos; mi trazo será un mandato que dirá: “en ti y en ustedes deposito una porción de voluntad para construir una realidad con menos espinas”; “reparte las decisiones en el colectivo y busca siempre priorizar el coro a la voz de los solistas”; “preserva lo que hemos hecho en estos pocos años, extiéndelo, profundízalo, vuélvelo universal”.
Y votaré, por último, con la idea del deber ante quienes todavía no llegan y esperan su advenimiento en algún lugar de la nada, merecedores, sin embargo, del mejor de los recibimientos en el mundo, independientemente de su estatura y complexión, su color de piel o el idioma en el que escuchen y aprendan las primeras palabras.
La pequeñez de mis rayones en un papel, anónimo y perdido en montañas, en millones de papeles de formato idéntico, induce a la humildad. Pero la suma de estos actos individuales será el orgullo de la pertenencia a la historia y a lo que se percibe ya como un país profundamente distinto del que teníamos hace seis años. Desde luego, no es obligatorio reflexionar todo esto a la hora de embarrar una sustancia colorida sobre un pedazo de celulosa, y habrá quienes lo hagan pensando en beneficios personales o incluso al azar, por mera diversión. Hay libertad y pueden hacerlo.
X: @PM_Navegaciones