El término “narrativa” se ha vuelto de uso común. Lo empleamos para descifrar los argumentos que ofrecen quienes buscan legitimarse en la opinión pública. Así nos preguntamos por las narrativas de los agentes políticos, o las que se confrontan en una corte a la hora de dirimir un caso, o las que proponen las noticias de cada día. El concepto de “narrativa” hace posible distinguir las diversas franjas políticas (populistas, liberales, conservadores, etcétera), los lugares desde los cuales habla el narrador (la academia, la literatura, el periodismo, etcétera), o bien los géneros en que se subdivide la cartelera del actual comercio cinematográfico.
Y, sin embargo, todas estas narrativas no relatan más que los argumentos que encierran su capacidad de producir o irradiar efectos. Están destinadas a exaltar, consumir o disuadir. Es decir, crear ciertos estados anímicos, emocionales. Son efímeras, pasajeras, pensadas para expirar en el mínimo lapso en que cobran la dimensión de su propia oclusión. El trend de hoy es el story telling. Se trata de historias breves, elocuentes e inflamables, cuya función reside en cautivar momentáneamente la atención (en las redes), captar votos en las elecciones o seducir consumidores en la jungla de las ofertas. Pero en realidad no narran nada. Contraen un vacío estructural de significado. Su misión es acumular communities, no formar comunidades. Las communities (que van desde el grupo de chat, los “amigos” de Facebook o el grupo de seguidores de un gurú hindú) son encuentros furtivos que apenas se entrelazan para aglomerar consumidores o hacer más eficientes los mecanismos funcionales o de control.
En cierta manera, la community es la antítesis casi exacta de la comunidad.
La comunidad, léase: una familia, o la unión que sólo puede proporcionar la fe, o un pacto de resistencia social no es una community; es un lazo que estructura la vida y hace posible el sentido. El fundamenta de la comunidad, tal y como lo muestra acertadamente Byung-Chul Han en un libro reciente (La crisis de la narración, Herder, 2023), reside en la ontología de la narración: la capacidad de entrelazar el pasado y el devenir a través de una historia. Sin un relato esencial de sí misma, que sea perdurable y existencial a la vez, no hay comunidad. Hoy vivimos una era desprovista de este tipo de relatos, que antes albergaban el sentido mismo del ser; incapaz de dar pie al concepto intrínseco de cualquier forma de entrelazamiento colectivo perdurable. Vivimos un eclipse de la narración.
Ejemplos cuantiosos de ese universo formado por narraciones que se escapa a ojos vista fueron la experiencia religiosa, que daba alivio a los fieles; las comunidades alternativas políticas, que hacían del futuro un presente activo; las vanguardias intelectuales, que convirtieron al arte y la palabra en dispositivos existenciales. En ellas, el tiempo mismo cobraba una textura narrativa que hacía, según ByungChul, que “cada día cobrara sentido en su interioridad misma”. En su lugar, hoy sólo existen maneras de estar fragmentado en el mundo: “el trabajo, el tiempo libre, la producción y el consumo”. Un mundo dedicado ya no a convivir sino a sobrevivir; ya no a consolidar lazos, sino a resolver problemas. Absorbido por la actividad y el rendimiento sin finalidad alguna. Un meme reciente sugiere lo que sería fecundo en él. Un joven invita a una joven a salir. Ella le dice: “¿Y a dónde me vas a invitar?” Él le responde: “Te invito a hacer nada”.
Ya en los años 30, Walter Benjamin advirtió tempranamente una de las causas profundas de esta crisis: la narrativa fue desplazada por el vértigo de la información. La información supone un movimiento contrario al de la narración. A cada día, un lector de periódicos lo que encuentra son noticias intercambiables, fulgurantes y finalmente pasajeras, indiferenciadas. El sentimiento que inducen en él no es el sentido, sino la saturación. Y las derivas inmediatas de la saturación son la indiferencia y el agotamiento.
Los relatos que propician sentido surgieron como la base de la emergencia de la modernidad. La Ilustración misma, por ejemplo, fue una forma de convertir a la filosofía en un andamiaje simbólico y conceptual que daba estructura a la vida, a la “praxis”, como se solía decir. Pero sin narración, no hay filosofía; y lo que queda tan sólo es una lengua herida, como infiere José Luis Barrios en uno de sus libros (La lengua herida, Fractal, 2016). Lo mismo sucedió con el relato histórico, que integraba a comunidades como la nación o las grandes agencias políticas. Un relato que fue perdiendo su carácter existencial para devenir una narrativa estrictamente argumental, como muestra Alfonso Mendiola en un texto publicado en la revista Historia y Grafía.
En la esfera política, el ocaso de la narración ha dado pie a la emergencia de los discursos locos del populismo y la nueva ultraderecha fincados en los arrebatos de la identidad. Es asombroso (y deplorable) cómo la tragedia palestina ha quedado reducida en los medios a un “conflicto religioso”. Súbitamente parece retrotraernos a la era de las cruzadas en el siglo X. O un caso que nos resulta cercano: la marea rosa mexicana se ha dedicado a propalar las narrativas del miedo, que no son otras más que las que sustentan hoy una política golpista. La ultraderecha mexicana está preparando el ambiente de un “golpe blando”. Porque sin la virtud de la narración, lo que sigue es el delirio.