La utopía, como maravillosamente apuntó Eduardo Galeano, está en el horizonte y sirve para caminar; doy dos pasos y ella se aleja dos… me hace caminar… ella va siempre adelante. Cómo creer que la utopía ya no existe, que el mundo se quedó sin utopías, pregunta Benedetti en otro poema. Las utopías son diversas: colectivas o individuales, materiales o etéreas, concretas o ensoñadas; también, conservadoras o revolucionarias.
La utopía y la esperanza son parte de la marcha de la humanidad, aunque sea a trompicones. La utopía está por todas partes. Todos tenemos un sueño y alguna esperanza, por eso nos movemos.
En toda gran ciudad hay mitos, leyendas y motes descalificadores. Para muchos el complejo y atropellado espacio que se fue construyendo a raíz de las grandes migraciones del campo y que llamamos Iztapalapa, tenía el apodo despectivo de “Iztapalacra”.
Con ello, se simbolizaba un mundo donde la sobrevivencia se imponía como forma de vida, donde surgieron los llamados “milusos”, quienes trabajaban en las esquinas de las colonias “bien”, entre grandes avenidas, vendiendo de todo y de nada, haciendo de payasitos malabaristas, cargadores, limpiacoches y un largo etcétera que incluye a la delincuencia. Estaba lleno de tiraderos, calles de lodazal, seudofraccionadores corruptos, escasos servicios y mucha, mucha gente.
Todos venían huyendo de la extrema pobreza y de la violencia sistémica, todos tenían esperanzas de encontrar en esta grandiosa ciudad una oportunidad de vida digna. Esa era su utopía.
Conocer hoy las Utopias (Unidades de Transformación y Organización para la Inclusión y Armonía Social) de Iztapalapa, como lugar real, ver el mar de gente que sigue ahí, casi 2 millones, pero con una nueva identidad definida por la integralidad de ser batalladores, trabajadores de lo cotidiano, es una experiencia sorprendente. Una de las vías para enfrentar la enorme cantidad de problemas, según sus narraciones, fue transformar los espacios públicos y darles un sentido comunitario. Integrar y compartir en comunidad, construir colectivamente, en vez de la ley individual del agandalle que permea, generalmente, la sobrevivencia en el capitalismo subdesarrollado. Ahora los iztapalapeños tienen líneas de Cablebús, una novedad increíble para toda la CDMX, un paseo asombroso. Primero limpiaron las azoteas, pues en México tendemos a llenarlas de cachivaches. Luego formaron a un montón de grafiteros en el viejo arte del muralismo nuestro. De ahí surgió un muralismo nuevo, con escenas cotidianas, mascotas caseras, buganvilias y jaguares, ídolos y luchadores populares, con todo lo que es significativo para los vecinos que decidieron representarlos. Desde el Cablebús, aparecen murales como museo a cielo abierto.
Encarrerados, construyeron las Utopias, son 11 y habrá 17 más. Aparecen de pronto en el horizonte urbano: un gran barco, un avión, dinosaurios. En la Utopia Meyehualco, la mayor, hay de todo, están los dinosaurios que un chavo paleontólogo te presenta, una alberca olímpica, una sala de música que ha formado 150 orquestas juveniles, un centro de lavado donde por un peso lavas siete kilos de ropa y, al lado, salas de juegos infantiles, de pláticas sobre masculinidades nuevas, de atención a violencia de género y a la tercera edad, comedor a 11 pesos. El Barco Utopía es un enorme acuario y museo ecológico, que surca por encima de las casas. La Utopia Libertad está a un lado del Reclusorio Oriente y es un gran observatorio y planetario; mirar las estrellas te lleva a soñar, hay también un temazcal, alberca, huerto, mariposario, tortuguero y campos deportivos.
Al otro lado colindan los barrios “bien”.
Las colonias con grandes casas, edificios opulentos con lofts de los capos inmobiliarios, carros de lujo. Donde muchas veces hay más perros que niños en calles y parques.
Todos con sistemas de seguridad privados, anunciados en ventanas y puertas. Los vecinos escasamente se conocen, viven tras sus bardas. Van a supermercados elegantes y espaciosos. Anuncios en inglés, escuelas privadas de abolengo, restaurantes gourmet. Colonias como la Del Valle, Letrán Valle, Florida, Chimalistac, remansos de maravillas en la ajetreada ciudad. Ahí tienen sus utopías: la grandiosa Torre Mitikah, el centro comercial más grande de Latinoamérica, tiendas donde unos tenis pueden costar 50 mil pesos, las City Towers, con albercas, salones, un mundo soñado al alcance de pocos. Las utopías aquí son individuales, proyectos que se compran con inversiones certeras, con manejos financieros, o con la “suerte” de ser favorecido por alguna concesión. Su mayor utopía es mudarse a Polanco, a los Pedregales, Las Lomas y ¡ojalá! Santa Fe. Allí, todos tienen gran fe en sus gadgets personales, en su competitividad, son parte de esa meritocracia que cree realmente que todo lo que tiene se debe a sus dones especiales. Los más audaces sueñan con casas en Miami, Nueva York y en Madrid. Son unas 300 mil familias que creen que la globalización les hizo justicia, tienen lo que merecen, son buenos cristianos, que los recursos naturales son infinitos, que el neoliberalismo es el estatuto perfecto de la democracia, que todo mexicano debe dar gracias por tanta felicidad: la suya. Su utopía es el modelo al que se debe aspirar.
Dos Méxicos. Dos utopías contrapuestas. Confrontadas.