Es difícil enfadar a tanta gente al mismo tiempo. Lo que ha hecho el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, no está al alcance de cualquiera. Ha enfurecido a sus socios catalanes, acaparando la atención y monopolizando la campaña de las elecciones que se celebrarán en Catalunya el 12 de mayo; ha desconcertado a sus socios vascos, a quienes ha hurtado una resaca electoral compleja –el cambio en el mapa político, con un empate inédito entre nacionalistas conservadores y progresistas en los comicios del 21 de abril, ha sido de envergadura–; ha enfadado a sus socios a la izquierda, a quienes amenaza con engullir de un bocado; ha encolerizado más, si cabe, a la derecha y la extrema derecha, y ha dejado en bastante mal lugar a hordas de periodistas que anunciaron su dimisión durante los cinco días de mutismo autoimpuesto. En el oficio hay mucho orgullo herido. Quizás haya demasiado orgullo, también.
Recapitulemos. La semana pasada, un juez admitió una querella del sindicato ultraderechista Manos Limpias, bien conectado con las cloacas del Estado, y abrió instrucción sobre un presunto caso de tráfico de influencias que salpicaría a Begoña Gómez, la mujer de Sánchez. El caso es ridículo, sonrojante. Hasta los propios denunciantes admiten que podría basarse en noticias falsas. El mecanismo ha sido transparente: una galaxia de webs subvencionadas por instituciones controladas por PP y Vox puso a circular la noticia, Manos Limpias eligió pertinentemente un jugado dispuesto a admitir su denuncia y un juez con hambre de notoriedad abrió el caso. Nada que no conozcan en México. La mujer del presidente tendrá que acudir a los tribunales a declarar. La sentencia, si es que llega, será lo de menos. Tras conocerse la noticia, Sánchez paró políticamente el país al anunciar cinco días de silencio para reflexionar si merecía la pena seguir.
Es una guerra sucia judicial de manual, ahora llamada lawfare. No hay como poner nombres nuevos a cosas viejas para tratar de sentirse original. Sánchez quiso erigirse en el primer y principal mártir de esta estrategia conservadora. Desde Podemos le respondieron que las primeras víctimas fueron ellos. Los independentistas catalanes reivindicaron para sí dicho puesto de honor. Todos tienen la razón al considerarse víctimas, pero ninguna de ellas fue la primera, ni en el Estado español ni por supuesto en el mundo. El debate político en el Estado español necesita sosiego, pero también una ración de humildad. La historia nunca empieza con uno mismo.
El caso es que Sánchez paralizó políticamente el país durante cinco largos días tras manifestarse muy afectado por la persecución a su familia. Lo comunicó a través de una emotiva carta a la ciudadanía publicada a través de las redes sociales y reproducida en estas páginas. Fue algo nuevo en política, al menos en estas latitudes: un presidente hablándole directamente a la gente de sus sentimientos y su estado emocional, presentándose quebrado, abriéndose en canal. El paso era arriesgado, pero tenía visos de sinceridad y tenía su potencial.
Mientras Sánchez hacía el ermitaño, el PSOE creyó que dimitía y se movilizó para arropar a su presidente. Sus socios, desconcertados, llamaban a no dejarse llevar por la embestida ultraderechista. Dejarse tumbar por una simple querella admitida en un juzgado cualquiera sería ponérselo demasiado fácil a los reaccionarios. Hubiera sido un desastre.
El lunes, finalmente, despejó la duda. Pese a los augurios, no dimitió. Sin embargo, uno hubiera esperado el renacer del fénix, la enésima resurrección de un político que a lo largo de una década ha demostrado un instinto de supervivencia a prueba de bombas. Pero no hubo tal resurgir y, transcurridos los días, cabe preguntarse si el episodio no acabará debilitándolo. Veamos.
Sánchez tenía dos opciones, una mala (dimitir) y una buena: seguir y aprovechar toda la potencia política de la emoción acumulada esos días para lanzarse a un programa de reformas que, para empezar, modificase la ley orgánica del Poder Judicial y buscase la manera de poner coto a la financiación pública de medios dedicados a la infamia. Hubiera tenido a todo su partido y a sus socios aplaudiendo con las orejas. En vez de eso, anunció que sigue y poco más, sin concreción alguna. A lo sumo ha sugerido una reforma en el ámbito judicial, sin explicar en qué dirección ni en qué plazos. No se puede parar un país y salir al quinto día a decir que no se preocupen, que todo sigue igual. La oportunidad perdida fue de oro. El enfado ambiental, en todo el espectro parlamentario y mediático, es monumental.
Con todo, una dimisión hubiera sido peor. Sánchez y el PSOE han descubierto que tienen un problema muy grave con el Poder Judicial y mediático que ayudaron a apuntalar durante muchos años. Son ellos los que se mueven hacia las tesis defendidas por los movimientos rupturistas en la llamada Transición. El PSOE ha visto que el candado con que ayudó a blindar el paso de la dictadura al régimen representativo hace medio siglo le constriñe ahora también a él. Verlo y no actuar no es una opción. Es hora abrir ese cerrojo.