La candidata presidencial de Morena y los partidos del Trabajo y Verde, Claudia Sheinbaum, afirmó que el Poder Judicial no puede lavarse las manos ante la inseguridad que padece el país. Al reiterar que esta crisis debe abordarse atendiendo sus causas, la ex jefa de Gobierno de la Ciudad de México dijo que los juzgadores deben participar en la pacificación del territorio nacional y que ello también requiere de las reformas al Poder Judicial planteadas por el partido gobernante.
Es inevitable leer las declaraciones de la candidata puntera a la luz de la orden del juez Rogelio León Díaz Villarreal para que la Fiscalía General de la República pusiera en libertad a Abraham Oseguera, El Rodo, presunto cabecilla del cártel Jalisco Nueva Generación y hermano del máximo líder de esa organización criminal, Nemesio Oseguera, El Mencho. La determinación del togado respecto a que el Ministerio Público no presentó elementos de prueba suficientes para vincular a proceso al supuesto delincuente se basó en que considera inverosímil que un hombre de 70 años se encontrase armado y en posesión de fentanilo a las 3 de la mañana.
El acto escandaloso de Díaz Villarreal se suma a una cadena de fallos aberrantes por parte de jueces de todos los niveles, quienes demuestran una ligereza pasmosa para liberar a, o negarse a dictar órdenes de aprehensión contra, narcotraficantes, violadores, ex funcionarios corruptos, lavadores de dinero, asesinos y toda clase de criminales. Algunos episodios recientes están llamados a inscribirse en el registro de la infamia judicial: las maniobras para dejar impunes a célebres imputados por delitos financieros, como Juan Collado, Emilio Lozoya o Rosario Robles (a quien se tendió un manto de impunidad al prohibir a la Auditoría Superior de la Federación perseguirla penalmente por el desfalco de 5 mil millones de pesos cuando fue secretaria de Desarrollo Social y de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano); la liberación y provisión de un disfraz para que se fugara a Fabián Oswaldo S. (uno de los cinco generadores de violencia más buscados de la capital); la libertad bajo fianza a uno de los principales encubridores del caso Ayotzinapa, Jesús Murillo Karam; la protección pertinaz a personajes tan impresentables como el fiscal de Morelos, Uriel Carmona Robles, y el ex gobernador de Tamaulipas Francisco García Cabeza de Vaca. Existen muchos más ejemplos igualmente agraviantes que resulta imposible reseñar en este espacio.
Queda claro que, sin importar los recursos y la voluntad política empeñados por el gobierno federal en el combate a la impunidad, es imposible avanzar con un Poder Judicial carcomido por intereses facciosos, un generalizado desdén hacia el pueblo depositario de la soberanía, una confusión entre la arbitrariedad y la independencia judicial, una inocultable politización y una conducta hacia los grandes capitales que sólo puede explicarse como complicidad, servilismo o una conjunción de ambas faltas. En su estado actual, la judicatura –como muchas fiscalías estatales– es una fábrica de impunidades, una red de connivencias y un obstáculo permanente al desarrollo nacional.
Ante el panorama descrito, debe insistirse en el obligado saneamiento de una institución que ha sido puesta al servicio de intereses oscuros y que obstaculiza acciones orientadas a procurar el bienestar de las mayorías. El evidente desinterés del grupo que controla el Poder Judicial en resolver sus problemas de fondo deja claro que sólo se le podrá devolver al cauce constitucional mediante una reforma de fondo que lo limpie, dignifique, restructure y ponga a servir al país y a la población.