El deterioro generalizado que comenzó en Ecuador con la presidencia de Lenín Moreno (2017-2021) y continuó en el periodo de Guillermo Lasso (2021-2023) se ha acelerado de manera alarmante desde que el magnate Daniel Noboa llegó al poder el año pasado. A grandes rasgos, los tres males desatados por estos mandatarios de derecha son el desmantelamiento del Estado social construido entre 2007 y 2017; la rendición de la soberanía nacional a los designios de Washington, compañías multinacionales y organismos depredadores como el Fondo Monetario Internacional (FMI), y el hundimiento de la seguridad pública, que llevó al país a convertirse en uno de los más violentos del continente después de encontrarse entre los más pacíficos.
Está claro que dichas lacras no son fenómenos aislados, sino que se refuerzan mutuamente, creando un círculo vicioso de degradación social, económica, política e incluso moral. El desmantelamiento de los imperfectos pero valiosos avances en materia de justicia social crearon un terreno fértil para el surgimiento de la criminalidad como única alternativa de vida para miles de personas, y el crecimiento exponencial de las tasas de homicidios y otros ilícitos de alto impacto lastra al conjunto de la economía, eliminando las pocas oportunidades restantes de desarrollo para las clases populares. El entreguismo a poderes foráneos facilita el saqueo de los recursos naturales que podrían y deberían usarse en beneficio de los ecuatorianos, limitando además el financiamiento del Estado y recortando aún más sus funciones.
La rastrera obsecuencia con Estados Unidos es particularmente nociva, puesto que debilita al país en todos los frentes, colocándolo en una situación de extrema vulnerabilidad. Como parte del ciclo descrito, Noboa y sus dos antecesores inmediatos han usado la violencia como pretexto para ceder cada vez más porciones de soberanía hasta la superpotencia, proceso que alcanzó su punto más abyecto hasta ahora con la ratificación de dos acuerdos que instauran a Washington como poder neocolonial en Ecuador. Tales tratados, cuyo propósito declarado es combatir a los grupos del narcotráfico, tienen componentes imperialistas que ninguna democracia soberana podría aceptar, como los beneficios, inmunidades y exenciones otorgados al personal militar y civil del Departamento de Defensa de Estados Unidos que opere en el país andino. Debe notarse que estas inmunidades son del mismo tipo que Washington obliga a firmar a las naciones que se encuentran bajo su ocupación, como ha ocurrido con Irak y Afganistán.
Uno de los aspectos más preocupantes de esta espiral de envilecimiento es que la oligarquía gobernante arrastra consigo a los ciudadanos en la pérdida de toda moralidad. Ejemplo de ello son los linchamientos contra personas a quienes se acusa de cometer ilícitos. El discurso de los dirigentes derechistas, que deshumaniza a quienes cometen delitos (excepto, por supuesto, a los grandes delincuentes de cuello blanco), alimenta un ánimo social de odio que lleva a actos de barbarie como quemar vivo a un joven por una falta tan inocua como robar fruta de una hacienda.
En este contexto, la brutal invasión de la embajada mexicana en Ecuador ordenada por Noboa debe leerse como una demostración de fuerza y un alarde de poder por parte de alguien que se encuentra impotente ante las facciones criminales y que se somete de manera vergonzosa al verdugo histórico de América Latina.