El proceso electoral en marcha está inserto en un ambiente de profunda incivilidad. Las agresiones y descalificaciones entre quienes participan en dicho proceso, ilustran los límites de la contienda política en México y el muy precario nivel al que han llegado las campañas.
En términos educativos, el problema más grave que se aprecia es la indefendible lección que se cierne sobre nuestra población más joven pues, lo que hoy se está poniendo a su alcance es ni más ni menos, una forma de hacer sociedad y país. Es decir, lo que nuestros niños y jóvenes están aprendiendo es una grave deformación de la vida democrática en la que las diferencias se dirimen mediante la violencia y la destrucción del otro. Y si acaso ello pareciera una exageración, baste señalar que seis semanas antes de las elecciones se ha alcanzado la cifra de 40 personas asesinadas por motivos políticos.
En nuestros días la lucha por el poder se libra metafórica y literalmente cuerpo a cuerpo. Se descalifica al adversario mintiendo de manera impune, atribuyendo a ellos características negativas que ya no importa si son ciertas o no, sino simplemente calculando sus posibles efectos destructivos. En nuestros días se agrede a las personas cuestionando su ideología, origen, entorno social y familiar o simplemente criticando su aspecto físico. En el catálogo de temas perseguidos por los equipos electorales, ocupa un lugar destacado la búsqueda incesante de reales, o mínimamente creíbles, conductas indebidas las cuales son altamente ponderadas por su capacidad letal.
En esta línea, las ideas y hechos positivos que avalan las trayectorias de las personas candidatas terminan por ser soslayadas e incluso ignoradas. En la situación actual, la dimensión constructiva o propositiva ha sido remplazada por una visión que normaliza las acciones más agresivas. Así, mientras desde los poderes político y económico se ataca con encono a los contrarios, desde los múltiples rostros delincuenciales la violencia es ejercida sin control alguno. Por si no fuera suficiente, desde espacios periodísticos y opinión, se lanzan arteras recomendaciones para radicalizar la guerra sucia o incrementar el ataque a los adversarios. En el centro de todo ello emerge el poderoso discurso de las redes sociales que profesionalizan las campañas negras, el uso de bots, las encuestas falsas y, en su expresión más extrema, irrumpe el ataque directo y asesino contra quienes participan en las candidaturas.
Llegados a este punto pareciera que no hay vuelta atrás y que no existen medios para detener esta espiral destructiva. Sin embargo, es necesario reconocer que, si bien los procesos educativos no pueden por sí mismos enfrentarse a la incivilidad y el terror, sí en cambio resultan indispensables para iniciar la regeneración de la ciudadanía. La sociedad está demandando el urgente inicio de un proceso de educación para la convivencia democrática y su cabal desarrollo pasa por el respeto al Estado de derecho, al cumplimiento de las leyes, al combate a la impunidad y la verificación de un marco institucional en el que cada componente del Estado y la sociedad cumpla su parte.
Hoy resulta necesario recordar que la democracia constituye no solamente un modelo imperfecto de gobierno. La democracia constituye un referente de actuación para alcanzar una mejor sociedad. Y eso es lo que en México parece que se ha olvidado. Es crucial recordar los valores centrales de la democracia: respeto al otro, respeto a las ideas, respeto a la discrepancia, respeto a las minorías, cuidado de la vulnerabilidad, valoración de la honestidad, participación social en las decisiones y los procesos electorales, entre otros.
En términos educativos la construcción de la democracia implica no solamente la incorporación de contenidos que nutran ese campo de conocimiento, sino de manera especial el desarrollo de una cultura de la democracia que parta de la convivencia participativa de los estudiantes en el aula, las instituciones educativas y los diferentes espacios sociales. Es decir, una cultura en la que la construcción de los consensos implique el respeto a los disensos.
En ese marco es urgente hablar de la construcción de una pedagogía de la discrepancia. Del reconocimiento a los otros y a sus ideas sin pretender su aniquilación. Y no se trata de sugerir un planteamiento utópico, sino de plantear un horizonte en que la discrepancia forme parte de una sociedad que respeta y se hace respetar. Hoy que algunas de las mentes más acreditadas del país pelean prácticamente a navajazos, habría que recordar las palabras de Pablo González Casanova en su discurso de toma de posesión como rector de la UNAM: “Queremos que los estudiantes sepan que en esta casa se puede disentir, porque ni por edades ni, sobre todo por ideologías el hombre de hoy puede siempre asentir, pero queremos enseñarles a disentir no por la violencia, sino por la razón”.
*Investigador y profesor de la UNAM