De niño me encantaban los gansitos Marinela y cada vez que me daban dinero me causaba una desbordante ilusión ir corriendo a la tiendita a comprar uno. Lo devoraba con fruición y de allí, a esperar la siguiente dosis. Pero desde la pubertad me fui interesando en las lecturas y las escrituras, los amores, el activismo y las tertulias políticas y literarias y durante un par de décadas me olvidé de los gansitos. Una vez, cuando estaba por entrar en la treintena, en un viaje en automóvil por algún lugar polvoriento, alguien sacó de su mochila unos de esos bocadillos y nos los ofreció al resto de los pasajeros. Se me despertó de golpe el entusiasmo infantil dormido por años y además hacía hambre, así que acepté el ofrecimiento sin titubear, saqué el pastelito de su empaque y de una mordida le arranqué la mitad. La desilusión fue inmediata.
–Pero qué es esta mierda –dije, tragando con dificultad y con una inexcusable grosería para quien me había hecho el regalo. Ya no me pude comer el resto.
La cosa es que todos los que íbamos a bordo, incluido el generoso benefactor, coincidimos en el desagrado. El bodoque grasiento y empalagoso que acabábamos de llevarnos a la boca fue objeto de severas críticas. Alguien esbozó la explicación de que los gansitos ya no eran como los de antes. Uno más agregó que los procesos de producción se habían masificado tanto que se había descuidado la calidad; un tercero agregó que los ingredientes originales habían sido remplazados por parafinas de refinería mezcladas con azúcar en exceso. En esas disquisiciones se nos fue el tiempo hasta que llegamos a un comedero ínfimo en el que, sin embargo, encontramos alimentos más que aceptables, los engullimos y ya no volvimos a hablar de los gansitos.
Semanas después recordé el episodio, hice un riguroso examen de conciencia y concluí que, si bien era innegable el acanallamiento de la producción de esas golosinas, no habíamos sido del todo justos en la descalificación: en realidad, aquel refrigerio carretero no era tan diferente a los que devoré de niño; tenía las mismas dimensiones y morfología. Nosotros, en cambio, habíamos evolucionado mucho más que los gansitos: nuestros paladares habían madurado, se nos había refinado el gusto y ya habíamos dejado de estar expuestos a la criminal pero eficaz publicidad que anudaba el antojo a los buenos sentimientos y la ternura infantil: “Recuééérdame...”, chantajeaba con voz melosa el dibujo animado del anuncio para hacer que los niños se sintieran culpables si no iban a comprar su chingado Gansito. Eso, sin contar con que no existía el etiquetado frontal.
Creo que ocurre algo semejante con todo ese enjambre de plumas talentosas, intelectos preclaros y firmas insignes que pastaban hasta hace no mucho en el jardín neoliberal y que todos, o casi todos, tomábamos por la lucidez nacional. Ustedes saben perfectamente a qué y a quiénes me refiero, de modo que los nombres sobran. Capos y jefes de plaza de mafias académicas, titulares de cárteles que operaban al amparo de revistas ilustrísimas y prestigiosas, locutores a los que la pantalla chica les quedaba demasiado chica y ascendían a la categoría de analistas, artistas tan brillantes que su obra causaba desprendimientos de retina, en fin.
Su ruina empezó desde que tuvieron que jugarse el prestigio para defender un régimen en pudrición, hace cosa de 18 años, y culminó en diciembre de 2018, cuando se vieron privados de subsidios, contratos, prebendas y el estatuto cortesano en el que habían medrado. Más se exhibieron cuando resultó evidente que el súbito ardor democrático, derechohumanero, ambientalista, feminista, indigenista, etcétera, con que atacaban a la 4T era mero mecanismo de chantaje para tratar de recuperar sus paraísos perdidos. De pronto, nos dimos cuenta de que la vieja intelligentsia era proclive a decir cosas muy tontas, que esos portadores de la luz estaban procurando oscurecer todo y que su pretendida honestidad intelectual no era más que un berrinche clasista y des pechado ante una presidencia plebeya y justiciera.
Ellos cambiaron muy poco. Simplemente, ahora están desamparados y muy enojados, pero siguen siendo idénticos a sí mismos. Lo que cambió fue la conciencia nacional, que aprendió a distinguir entre el análisis y la basura propagandística; avanzó la politización de la sociedad, que permitió a millones identificar claramente, y más allá de discursos simuladores, las causas y los intereses que están en juego; y ocurrió, por primera vez, una revolución informativa impulsada desde las conferencias presidenciales matutinas para airear, ventilar y debatir la política, la economía, las relaciones exteriores, la comunicación misma y hasta las estrategias de educación y salud pública, al margen de un aparato mediático hegemónico que se quedó sin régimen al cual servir. Hay que hablar con justicia y reconocer que la intelectualada neoliberal ha sido congruente y fiel a sí misma. Lo que cambió fue el país.
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