Cada vez con mayor urgencia la agenda educativa demanda una atención prioritaria en el debate público, pues en el cúmulo de problemáticas sociales en el país asoman las deficiencias de nuestro sistema educativo. En tiempos recientes, el ámbito educativo ha sido núcleo de debates, respecto de los contenidos y perspectivas que deberían incluirse en los programas educativos de todos los niveles, pero esa discusión se ha visto intervenida por el clima de polarización política que ha prevalecido en México, lo cual no ha permitido llevar adelante la gran reflexión pública que la educación merece con la profundidad y serenidad que su complejidad e importancia requieren.
Los dilemas de nuestro tiempo exigen un modelo e infraestructura educativa que forme a las nuevas generaciones en competencias, habilidades y también en sensibilidades imprescindibles para construir realidades más justas y dignas para todos. No obstante, esa gran tarea encuentra numerosos obstáculos en las condiciones concretas que prevalecen en el sistema educativo mexicano, cuya precariedad se ha agudizado en los últimos años. La pandemia conspiró contra la permanencia de las infancias y juventudes en las escuelas, disminuyó los controles de calidad de la educación ya de por sí mermados con antelación, y profundizó el deterioro de las instalaciones e infraestructura educativa en los planteles.
Con variaciones, según la fuente y su metodología, hoy sabemos que la cobertura de educación superior en México ronda 40 por ciento de los jóvenes en edad universitaria, mientras la cobertura de educación media superior se sitúa en casi 70 por ciento de los jóvenes en dicha etapa. Por otra parte, si bien en educación básica la cobertura se acerca a 100 por ciento, lo cierto es que la calidad educativa no alcanza ni los estándares ni la universalidad necesarios.
En la última edición del Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), México ocupó el lugar 51 de 81 países evaluados, lo cual ratifica la tendencia descendente que el rendimiento educativo de nuestro país ha observado desde 2012 edición tras edición. La misma prueba ha revelado que entre nuestros estudiantes han disminuido la capacidad para socializar en las escuelas por debajo del promedio de la OCDE, lo mismo que su sentido de pertenencia a los centros educativos. Asimismo, 22 por ciento de los estudiantes no se siente seguro en su camino a la escuela en alto contraste con el promedio de la OCDE, que es apenas de 7 por ciento.
Esas cifras son reflejo de que las problemáticas sociales permean los entornos educativos y atentan contra el rendimiento de los estudiantes; y éstos, a su vez, profundizan dichas problemáticas en un ciclo vicioso cada vez más agudo. Por ello, si bien esta correlación no se establece en los resultados de la prueba, es claro que los modelos educativos deben enfocarse no sólo en la calidad académica, sino en el cuidado de los factores transversales que hacen del espacio educativo un lugar seguro para las infancias y juventudes y un lugar propicio para el aprendizaje y el libre desarrollo de la personalidad.
Frente a esta realidad, a lo largo de décadas, los gobiernos han propuesto múltiples formas de atender los rezagos educativos, que han desatado en cada momento tensas discusiones respecto de la orientación y alcances del sistema educativo. En el último par de años, por ejemplo, la Nueva Escuela Mexicana, los nuevos libros de texto y el remplazo de las Escuelas de Tiempo Completo por el programa La Escuela es Nuestra elevaron el calor de la discusión y se vieron envueltos en la dinámica de creciente polarización.
A pesar del lugar relevante que históricamente la educación ha ocupado entre las preocupaciones del pueblo mexicano, los candidatos a la Presidencia de la República en el actual proceso electoral se han mostrado reacios a abordar este tema con la profundidad y claridad necesarias y sólo se han referido a él con acusaciones mutuas, con perspectivas poco claras y profundas. Quizás con el temor del alto costo electoral que implica posicionarse en un tema tan polarizado, ningún candidato sostiene un plan programático integral y detallado al respecto, y esto se puede observar tanto en el cuerpo de propuestas de la plataforma política de cada candidato, como en los posicionamientos expresados durante el primer debate presidencial, uno de cuyos temas centrales era precisamente la educación.
En general, las propuestas se reducen a las promesas habituales de aumentar el número de becas, incorporar la tecnología en la educación, ampliar el acceso a Internet y, según el color del partido, continuar con el programa educativo actual, retornar al programa anterior, o bien, reformar el sistema actual sin definir los contornos ni los horizontes de esta presunta reforma.
Es urgente que, en lo que resta de la campaña, las opciones en contienda planteen un plan programático aterrizado en la realidad educativa. Es cierto que la educación por sí sola no cambiará el estado de cosas, pero no cabe duda que es una de las herramientas más eficaces con las que contamos para provocar la transformación de nuestra realidad histórica, de nuestras pautas de convivencia, de nuestros modos de habitar el mundo y de nuestras formas de deliberar y resolver nuestros conflictos y desafíos.