El inicio de las campañas electorales, con su profusión de propaganda en todas las formas posibles –visuales, auditivas, mediáticas y subliminales–, remite al análisis de la crisis de la democracia tutelada que impone el capitalismo neoliberal, y al papel de la izquierda institucionalizada en la reproducción sistémica de esta versión del ejercicio democrático.
Esta crisis se expresa esencialmente en el quebrantamiento de principios fundacionales de partidos y organizaciones políticas que se plantearon en algún momento una lucha frontal al capitalismo e, incluso, propugnaban el socialismo, y que, una vez en los gobiernos y parlamentos, entraron en procesos de contemporización y aun de colaboración abierta con los dictados neoliberales y los poderes fácticos, y provocaron un alejamiento o franca ruptura con los movimientos de masas de la sociedad civil.
Es notable observar en el panorama, no sólo de México, sino también de otros países latinoamericanos, la incapacidad estructural de numerosos partidos de la izquierda institucionalizada para escapar de la lógica y los mecanismos del poder capitalista, que corrompe y coopta a sus dirigencias no sólo en el sentido individual, si no, y es lo más grave, que asumen un papel de legitimación de un sistema político basado en la explotación de los seres humanos y la naturaleza, en la convivencia con la casta militar y en la amnesia conveniente en cuanto a los crímenes de Estado del pasado y del presente.
Aquellos militantes honestos, que los hay, que aún piensan en la trasformación revolucionaria de nuestras sociedades, debieran cuestionar si hacer política a través de la vía institucionalizada en partidos ha dejado experiencias tan negativas, que se torna imprescindible explorar nuevos caminos, o volver a reflexionar planteamientos teóricos que han criticado sistemáticamente estas prácticas políticas.
Es necesario remitirnos, de nueva cuenta, a obras como la de Marcos Roitman, El pensamiento sistémico, los orígenes del social-conformismo (México, Siglo XXI-UNAM, 2003), en la que señala que la democracia de partidos, finalmente definida por el Estado capitalista, se desvincula de la práctica y de los sujetos sociales y termina siendo un mero procedimiento de elección de élites, una “técnica” en que puede haber alternancia, pero no alternativas de cambio social. En este contexto, los partidos, incluyendo los de la izquierda institucionalizada, se convierten tarde o temprano en “ofertas” de gestión técnica al orden establecido. Esto lo han comprendido los mayas zapatistas, que ejercen, desde sus orígenes, una democracia a partir de sus propias experiencias en los autogobiernos anclados en el mandar obedeciendo.
También coincidido con Roitman en el sentido de concebir la democracia como una política plural en la que se construye poder y ciudadanía desde abajo, como una forma de vida cotidiana, de control y ejercicio del poder de todos desde el deber ser, esto es, con base en términos éticos. No es un medio o procedimiento de reproducción de estamentos burocráticos, sino un pacto social y político, un constituyente de todos los días que opera unitariamente, esto es, en todas las esferas y órdenes de la vida.
Hay que repasar obras como la de Roberto Regalado, América Latina entre siglos; dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de izquierda (Ocean Sur: Melbourne-La Habana, 2006), quien señala que: “En América Latina no se produjo –ni se esta produciendo– un proceso de democratización, ni una apertura de espacios a la reforma progresista del capitalismo, sino la imposición de un nuevo concepto de democracia, la democracia neoliberal, capaz de ‘tolerar’ a gobiernos de izquierda, siempre que se comprometan a gobernar con políticas de derecha. De esta realidad se deriva que, tarde o temprano, el contenido popular y la ‘envoltura’ capitalista de los procesos desarrollados por la izquierda latinoamericana entrarán en una contradicción insostenible: sólo una transformación social revolucionaria, cualquiera que sean las formas de realizarla en el siglo XXI, resolverá los problemas de América Latina”.
Es necesario volver a la lectura de Isabel María Loureiro, quien en Rosa Luxemburg: os dilemas da ação revolucionária (Fundação Perseu, Brasil, 2003) destaca una idea rectora de la obra luxemburguista, de trascendencia innegable: “Para Rosa Luxemburgo, así como para los movimientos sociales de nuestra época, es la participación de los de abajo de la que proviene la esperanza de cambiar el mundo. No debemos esperar nada de hombres providenciales. Cualquier cambio radical, en el sentido de un proyecto emancipador, sólo puede resultar de la presión social de abajo arriba”. Para ella, “lo que importa es la transformación económica, política, cultural de la sociedad llevada a cabo por la acción organizada y consciente, pero también espontanea, inconsciente, de las masas populares”.