En contra de la inercia de las noticias que dan cuenta de los cubanos que se van, ellos no han dejado sus casas familiares ni su tierra; ellas resistieron la promesa de no más colas ni apagones y el éxodo hacia cualquier otra orilla del Atlántico.
Hay que vivir en un vecindario en la isla para descubrir que alguna casa está en venta, que otra se alquila y que la hija y los nietos de la vecina “cruzaron el charco” y dejaron a los mayores a merced de las remesas. Casi 425 mil migrantes cubanos llegaron a Estados Unidos en los años fiscales 2022 y 2023, la mayoría jóvenes y con estudios universitarios, incentivados por los salarios y la contratación de mano de obra de alta calificación que en ese país escasea debido a los altos costos de la educación privada.
La privatización del sistema educativo, el darwinismo pedagógico y la depredación del talento ajeno no son exclusivos de EU. Dos ejemplos recientes: Reino Unido ha establecido una agresiva política de captación de licenciados y profesionales de la salud en España; hace menos de una semana el gobierno de Nayib Bukele ha ofrecido 5 mil pasaportes y múltiples ventajas migratorias a profesionales extranjeros que decidan instalarse en El Salvador.
La cifra de emigrados cubanos habría que explorarla aún más allá de esas tendencias actuales, del hecho factual de no ser el país emisor por excelencia a Estados Unidos –miremos los datos de México, por ejemplo– y de circunstancias que tienen un fundamento histórico. El grado de tracción del imperio del norte es enorme y viene de lejos, porque se trata de una nación multiétnica en grado superlativo –recibió más de 35 millones de emigrantes de todo el mundo entre 1825 y 1920–, “aunque su historia haya negado a sus pobladores el vínculo de una paternidad común, claramente reflejado en los padres fundadores blancos, ingleses y protestantes”, como ha advertido el investigador estadunidense Arthur Mann.
En el caso de Cuba hay que considerar, antes de todo lo anterior, que en los últimos 65 años la emigración ha sido un resorte político principal de la estrategia de cerco y aniquilación de la revolución de 1959. Miami es sólo la cola del monstruo. Fue y sigue siendo la Casa Blanca y no Florida la que ha facilitado los privilegios para un grupo migratorio que ni siquiera se reconoce como “latino” porque tiene efectivamente otro estatus, y que cuenta con un programa de ayuda federal y un tratamiento jurídico especial, la Ley de Ajuste Cubano de 1966. Y aun así, cuando las condiciones económicas en la isla han sido más propicias para atenuar los efectos devastadores del mayor bloqueo aplicado contra un pueblo en la historia de la humanidad, la emigración se ha mantenido en cauces mínimos.
Algún día los especialistas tendrán que abordar, en el ámbito de la sociología de la emigración, la llamada diáspora cubana y su costo social, no sólo para los habitantes de la isla caribeña. Habrá que añadir la perversidad política y su impacto en otras comunidades emigradas a las tensiones que causa cualquier partida, cuando se dejan atrás hogar, amigos, trabajo, ámbitos afectivos y memoria para zambullirse de forma súbita en otras costumbres, otro entorno, otro clima, otro idioma.
Habrá que estudiar también cuánto afecta a la nación estadunidense la cultura política de intransigencia establecida por décadas y sostenida a través de instituciones y relaciones con operadores de origen cubano en el sur de Florida, que en los últimos años ha asumido como propia la ideología ultraderechista del sector más impresentable del Partido Republicano. Para este grupo, la cultura es subversión. De ahí que su proyecto incluya el genocidio cultural y sueñe con la “solución palestina” para aquellos que se quedan en la isla, ideas que campean alegremente y se normalizan en las plataformas sociales.
Pero Cuba sigue viviendo en sus casas familiares y en su tierra, como tiene fuertes vínculos afectivos con sus hijos, hermanos y amigos repartidos en otras orillas del Atlántico. Y ese pueblo que no se fue, millones que padecen las consecuencias de esa elección y que conocen el sabor del desarraigo, tomó una decisión, como lo hizo en su día la poeta cubana Carilda Oliver Labra: “Cuando vino mi abuela / trajo un poco de tierra española, / cuando se fue mi madre / llevó un poco de tierra cubana. / Yo no guardaré conmigo ningún poco de patria: / la quiero toda / sobre mi tumba”.