Argentina está en disputa. Lo está su modelo económico. Y también sus sentidos comunes. Lo están sus próceres y la historia; su moneda y el territorio; sus instituciones y los derechos humanos. Absolutamente todo. No hay casi nada que escape a esta disputa de época.
Se está librando una batalla cultural tan grande que no me extrañaría que, más pronto que tarde, acabemos discutiendo sobre cuántos son los rayos flamígeros del sol color oro que está en el centro de la bandera celeste y blanca.
El gobierno de Javier Milei, a diferencia del de Mauricio Macri, decidió desde el primer momento pisar el acelerador para ganar esta batalla cultural con el objetivo de imponer un conjunto de ideas, creencias, valores y sentidos comunes. Son conscientes de que esa es la condición necesaria para construir hegemonía política, mucho más allá de una victoria electoral.
Sus principales portavoces, desde el presidente hasta su hermana, creen profundamente en lo que lo pregonan. Defienden sus dogmas, tanto como los miembros de una secta confían en su líder. Están convencidos del camino y del destino. Y parece que nada ni nadie los apartará de ello. Ni siquiera la realidad.
Esta obsesión por ganar la batalla cultural, además, tiene otro objetivo: lograr que una buena parte del país aplauda un truco de ilusionismo que consiste en hacer creer que el nuevo orden económico será exitoso cuando realmente es insostenible.
Dicho de otro modo: Milei necesita aumentar el umbral de tolerancia social a una cotidianidad económica catastrófica, a sabiendas de que las cuentas macroeconómicas no le cierran ni lo harán a mediano plazo.
Necesita paciencia en la era de la inmediatez. Necesita comprensión y confianza frente a un escenario altamente complejo caracterizado por la siguiente dupla: malestar microeconómico con desequilibrio macroeconómico.
Y es que se olvidó de algo: que todo está relacionado con todo. Creyó que la economía es la sumatoria de parcelas no relacionadas entre sí. Critica la economía neoclásica, pero abusa de su marco teórico, asumiendo que se puede corregir la inflación únicamente cortando el grifo monetario. Y no. No lo logra. Porque la inflación en Argentina depende de los dólares disponibles. Y éstos no aparecen por ninguna parte.
Además, se engaña con su propio juego de magia, no contabilizando en las reservas netas todo aquello que tiene como deuda en materia de importaciones. Lo mismo hace con el déficit fiscal.
Festeja un superávit sin considerar los pagos pendientes. Y, lo peor, es que no tiene mucho más margen para ajustar.
Sumado a que la recaudación viene en caída libre porque la actividad económica está paralizada, los salarios y jubilaciones están por los suelos, y el desempleo en aumento.
Tampoco tiene garantizada la liquidación del “campo”, porque la inflación también es elevada en dólares, más de 60 por ciento en los tres primeros meses. Los agroexportadores más grandes exigen devaluación para garantizar su (siempre) pretendida altísima tasa de ganancia. Y Milei sabe que, si cede ante tal presión y devalúa, la espiral inflacionaria no cesará jamás.
Además, no podemos olvidar que hay otra disputa en esta “Argentina en disputa”: el “campo” vs las finanzas. Porque el modelo Milei es el modelo Caputo, el que premia la financiarización de la economía y, por supuesto, da la espalda a todo lo que tenga que ver con industrialización.
En definitiva, el gobierno necesita ganar la batalla cultural para ganar tiempo y, así, lograr llegar a fines del 2025 con una economía en crecimiento, aunque sea para alcanzar el mismo nivel de riqueza económica que tenía cuando asumió, pero pretende hacerlo con un centro de gravedad diferente, el de la “timba” financiera.
Y algo parecido sucede con los precios: lograr estabilidad algún día lejano, pero con precios estables elevadísimos e inalcanzables para 99 por ciento de la población argentina.
Estos precios “libres, pero imposibles” ya afectan a todos los bienes y servicios, sin excepciones. Desde una cobertura privada de salud, que tuvo una inflación promedio de 153 por ciento en estos cuatro últimos meses, a una bandeja de ocho champiñones –comprados en un barrio cualquiera de un pueblito cualquiera de la provincia de Buenos Aires– que me ha llegado a costar 3 mil 500 pesos (3.5 dólares).
Cuando en un país este tipo de alimento tiene un precio de bien de lujo, entonces nos encontramos ante un dilema con sólo dos caminos posibles: o se normaliza y naturaliza que hasta lo “básico” deja de ser “básico” gracias a que Milei ganó la batalla cultural (como lo hizo ya el neoliberalismo en otras latitudes, como Perú y Paraguay) o, por el contrario, gana la batalla cultural aquel sentido común que rechaza enérgicamente este atropello a la libertad real, es decir, a aquella libertad que permite que cualquier persona cubra sus necesidades básicas y, de ser posible, un poco más.
La solución pronto la conoceremos. Lo que es seguro es que la respuesta se encontrará en la política (y no me refiero exclusivamente a la clase política).
*Director Celag, doctor en economía