Cómo apreciar las condicionantes de ciertas herencias ineludibles. Hace falta, entonces, recurrir a los siempre valiosos auxilios de la reciente historia. En particular a esa parte que se coagula en una sui generis forma de sucesión presidencial de Ecuador.
Sólo así se puede dar inicio, a ensartar coherentemente los sucesos recientes ocurridos en la embajada mexicana en ese país, llamado hermano. Y que no sólo así se llama, sino que, en efecto, rellena bastante trecho de tal concepto.
México y Ecuador se unen a través de numerosos hechos. Siendo el mismo idioma el principal conducto de pensar, escribir y hablar. Cómo situarse delante de un joven multimillonario que, por derivaciones casi inexplicables, llega a ocupar la presidencia de su país. Daniel Noboa no puede esquivar sus hechos vitales y, también, su aceptada formación como privilegiado heredero.
Aquí, en esta cultura chilanga de los días y los recuentos sociales, bien se le puede llamar junior. Tal vez alcance, sin regate, el apelativo de un mirrey, según acertada clasificación de Ricardo Raphael. Pero no sólo ese suceso político electoral explica su arribo a la presidencia de Ecuador, su, en efecto, medio país. La otra mitad (Estados Unidos) la conserva en lugar de cobijo y destino.
Hay factores adicionales que han sembrado de escollos el confuso rumbo del presente ecuatoriano. Dos presidencias sucesivas anteriores a la de Noboa ocupan un sitial destacado en el agravamiento de su desarrollo compartido y soberano. Ellas fueron contribuyentes definitorios en romper la ruta progresista y popular iniciada por Rafael Correa.
Un mandatario atento a las necesidades ciudadanas. La primera en meter la reversa fue la del retorcido Lenín Moreno, quien, de manera confusa pero decidida, abandonó la difícil ruta independiente de su impulsor. Y, en su transcurso al frente de los asuntos nacionales, acumuló terribles deterioros adicionales en el bienestar de sus conciudadanos.
Sobresale su esfuerzo por situarse, con activa voluntad, en la égida estadunidense que se había reducido con la presidencia de Correa. La primera de las dos mencionadas como precursoras de la herencia recibida por Noboa, la del malhadado presidente Lenín Moreno, hizo hasta lo imposible, por abandonar la senda progresista ya bien aceptada por el pueblo.
Moreno llegó hasta la efectiva traición con tal de marcar su entreguista ruta –recuérdese el permitir la entrada de la policía inglesa a la embajada en Londres–. La consigna fue y es apresar, con miras a extraditar, al que fue asilado por Correa, Julian Assange, fundador de WikiLeaks. Moreno Decidió arrimarse, de nueva cuenta, a la sombra estadunidense, ansiosa por retomar su fase de hegemón continental.
Tarea lograda sin escrúpulo alguno y por compulsiva orientación personal. Lo siguió un no menos dañino, banquero de formación, Guillermo Lasso. Funesto funcionario que prefirió deshacer el Congreso antes que sujetarse al juicio político ya decretado por malversación de recursos públicos. Logró salir impune de su aventura y, ahora, dicta cátedra en una universidad de Miami, EU.
Un seguro refugio para muchos prófugos, exilados y otros tantos desterrados sudamericanos. Las elecciones anticipadas ordenadas por Lasso se desarrollaron en medio de un sangriento proceso que culminó con el asesinato de uno de sus candidatos, Fernando Villavicencio. Esto ocasionó la alteración drástica de las simpatías populares aupadas por temores.
La hasta entonces preferida de los votantes, Luisa González, afiliada correísta, sufrió las consecuencias de ese golpe criminal. Y, a la vez, auxilió al emergente Noboa. Este joven ofrecía desde la derecha mano dura contra la desatada delincuencia. La posterior declaratoria de estado de sitio no es más que una indeseada consecuencia impregnada de tintes calderonistas.
La sucesión de esos infortunados eventos permitió el comentario del presidente López Obrador. Fue una intromisión en los asuntos de ese país. Pero de ninguna manera justifica lo que sucedió después. La tensión diplomática desencadenada nada tiene que ver con los dichos del líder mexicano, sino deben contemplarse de manera independiente y con base en las decisiones del inexperto Noboa.
Declarar a la embajadora mexicana personaje indeseable es un desafortunado acto que fuerza a verlo como suceso interno de Ecuador independientemente de lo afirmado por López Obrador. Menos todavía, el posterior allanamiento policiaco de la embajada mexicana.
El rompimiento de relaciones entre México y Ecuador obedece a la transgresión de los ordenamientos diplomáticos que en otros tiempos serían incluso causal bélica. Los apoyos al presidente López Obrador y al pueblo mexicano no se han hecho esperar.
La condena a la agresiva e ilegítima acción del gobierno ecuatoriano ha sido mundial. La invasión a la embajada de este país es un hecho inusitado y contrario a los tratados diplomáticos que amerita el apelar a tribunales internacionales.