El Servicio de Inteligencia Exterior (SVR, por sus siglas en ruso) de Rusia denunció que la DEA y la FBI conducen un proyecto mediante el cual empresas militares privadas de Estados Unidos reclutan a miembros de cárteles mexicanos y colombianos recluidos en cárceles estadunidenses para que sirvan como mercenarios de Kiev en la guerra ruso-ucrania. De acuerdo con el SVR, Washington promete amnistía total a los criminales, con la condición de que nunca regresen a territorio estadunidense. La misma fuente indica que el primer grupo de matones estará conformado por cientos de hombres de las nacionalidades citadas, pero si el programa de reclutamiento resulta exitoso se ampliaría a delincuentes de otros países.
La autoridad moral de Moscú para denunciar esta práctica se encuentra en entredicho porque la propia Rusia ha echado mano de prisioneros para combatir en Ucrania; por ejemplo, mediante el grupo de mercenarios Wagner, creado por el fallecido Yevgueni Prigozhin. Sin embargo, sus acusaciones resultan verosímiles en tanto encajan con el historial de las agencias de espionaje estadunidenses, con los antecedentes de las compañías de mercenarios que han actuado en escenarios como Irak o Afganistán, y con el modelo de negocios de las cárceles privadas que medran en Estados Unidos.
De resultar cierto lo dicho por el Kremlin, estaríamos ante un nuevo atentado de la superpotencia contra las vidas y la seguridad de millones de latinoamericanos. El plan descri-to consiste nada menos que en tomar a criminales violentos, entrenarlos en las tácticas militares más modernas y luego ponerlos en libertad a sabiendas de que su destino más probable se encuentra en sus países de origen. Es decir, enviará a México, Colombia y otras naciones a personas condenadas por delitos graves, quienes habrán recibido cursos de profesionalización en el uso de las armas. Tal atrocidad debería ser inconcebible, pero ya hay antecedentes en que Washington armó y entrenó a grupos extremistas, como la contra nicaragüense o los talibanes afganos.
Más allá de que las aseveraciones del SVR sean confirmadas o desmentidas, su informe debe catalizar un escrutinio exhaustivo del sistema carcelario estadunidense, y en particular de las prisiones privadas. Los números dan cuenta del horror de una estructura que hace mucho perdió su conexión con el mantenimiento del orden y la seguridad ciudadana: Estados Unidos tiene presas a 2 millones 300 mil personas entre centros federales, estatales, locales, de menores, inmigrantes y dependencias militares, lo que representa una cuarta parte de todos los prisioneros del planeta, pese a tener sólo 5 por ciento de esa población carcelaria mundial; 63 por ciento de reos son negros o latinos; entre 1970 y 2010, la cifra de reclusos creció 700 por ciento; de manera significativa, en sólo una década (2000-2010) la cantidad de gente en cárceles privadas aumentó alrededor de 80 por ciento, mientras la población tras las rejas en general sólo creció 18 por ciento; es decir, hay una privatización acelerada del encarcelamiento.
Este fenómeno se explica por dinámicas mercantiles perversas, que incluyen la entrega a poderes económicos de facultades que deben ser exclusivas de las instituciones públicas. Desde hace al menos una década, se documentó que las empresas de prisiones cabildean y financian campañas electorales para evitar una reforma migratoria que descriminalice a los migrantes irregulares, al mismo tiempo que promueven la tipificación de nuevos delitos o el endurecimiento de las penas para los existentes. Además, los contratos de operación de los reclusorios con fines de lucro incluyen cláusulas que obligan a los gobiernos a mantener niveles mínimos de ocupación a fin de garantizar la rentabilidad de las inversiones, con el resultado de que, suban o bajen los índices criminales, el Estado debe encontrar el modo de enviar gente a prisión. En este sistema se encuentra una de las razones del resquebrajamiento de la sociedad estadunidense, y en ese contexto señalamientos como el ruso resultan, por demás, verosímiles.