Los aires europeos se han inundado de alardes y tambores guerreros. Uno tras otro, a veces casi de manera simultánea, se oyen consignas y premoniciones de un futuro conflicto mayor, tal vez hasta nuclear. Los protagonistas serían el llamado mundo occidental (los agredidos), y la ambiciosa potencia militar rusa, el agresor.
Califican al líder rival como un aventurero que guiará a su nación a una cruenta invasión. Poco a poco, aunque no sin entusiasmo e intereses mezclados, han ido transformando sus posturas y realidades. La que ya era una relación bastante cercana, comercial, deportiva, cultural o de amplio alcance social, ha llegado a ser otra que linda en irreconciliable enemigo.
Por fortuna, no han logrado estos líderes políticos y burócratas de alto nivel que los abruman convencer de tales arrestos a sus conciudadanos. Las divergencias, felizmente, crecen no sólo entre individuos o grupos numerosos, sino también entre las diversas naciones que integran la comunidad.
El punto nodal del cambio habido lo sitúan el día en que el ejército ruso invadió Ucrania. Tan nefasto suceso lo acreditan a los designios de un solo hombre: Vladimir Putin. Una muestra palpable de lo que vendrá después sino no salen, en compacto tropel, en auxilio del débil atropellado.
Y eso han logrado hacer hasta estos atribulados días, en que esa amalgama de intenciones, ahora defensivas, y apoyos financieros y militares, comienza a flaquear. El primero en tomar forzada distancia de la coalición ha sido, irónicamente, el que fue el pivote impulsor original, EU.
Todo este belicoso panorama actual tuvo su ignición en la estrategia de lanzar a la OTAN a una veloz y agresiva expansión. Se fue consistentemente extendiendo por lugares claves, precisos y sensibles. Ocuparon con bases militares casi todos los países fronterizos con la Europa del este. Justo los colindantes con la temida Federación Rusa. No se olvidaron incluso de otros territorios del Medio Oriente: Turquía, por ejemplo.
Sólo quedaron fuera de este proceso envolvente dos naciones: Ucrania y Moldavia. En particular la primera, que había estado gobernada por una élite cercana a los intereses rusos. En verdad habían sido, desde los tiempos soviéticos, una ralea de guías mediocres y corruptos. En particular los habidos a partir de la caída del muro de Berlín y la autodisolución de la URSS.
Para terminar la tarea envolvente diseñada por el Pentágono, se comisionó a una persona que habrá de recordarse por sus férreas obsesiones: la supremacista estadunidense Victoria Nuland, un personaje que se integró al severo y duro grupo de funcionarios de alto nivel alrededor del secretario de Estado, Antony Blinken.
Siendo embajadora ante la OTAN incitó –armada con abundantes recursos– oscuras fuerzas ucranias a una rebelión que terminaron en el golpe de Maidán, cruento movimiento que desplazó a los guías prorrusos e instaló a otros de corte fascistoide. A partir de este trágico suceso –2014– el ejército ucranio fue lanzado contra los separatistas del Donbás, amplia región fronteriza con mayoría de rusoparlantes. En ello se incluyó a la península de Crimea.
En medio del conflicto y en todos estos territorios se llevaron a cabo referendos para que, los mismos pueblos, declararan su preferencia nacional. Así fueron incluidos, mediante resolución posterior de la Duma, como plenas repúblicas rusas. Fue, bajo esta formulación política, que se inició lo que Putin llamó “operación especial”.
Occidente, a su vez, catalogó la acción como invasión rusa de Ucrania. Tres años después, la situación permanece inalterada en cuanto al dominio de las repúblicas del Donbás y Crimea. El diseño geopolítico estadunidense de sujetar y someter a Rusia no ha sido completado. Es más, todo parece indicar que la situación actual prevalecerá y llevará a una negociación para el finiquito armado.
Mientras varios acontecimientos se suceden, otros aparecen y se adhieren. Primero, las voces guerreras llegan, como el caso del nuevo primer ministro de Polonia, Donald Tusk, al suplicar que su pueblo y aliados entiendan que ya se vive un estado de preguerra. Definición por demás exagerada, imprecisa y peligrosa.
Segundo, dentro de Estados Unidos se agrandan las ya hondas divisiones entre sus ciudadanos. Unos, los menos, siguen apoyando la política que afirma la visión del dominio estadunidense como gran potencia central.
Para lo cual hay necesidad de limitar a China y a su aliada rusa como prioridad estratégica. Pero, al mismo tiempo, crece la masa crítica ciudadana que no acepta o, al menos cuestiona, la conveniencia de continuar con esa pretensión hegemónica.
Máxime que, en las circunstancias actuales de conflicto israelí-palestino, las posturas se han radicalizado. La presidencia y posible relección de Joe Biden ha entrado en una zona de riesgo que nada bueno le augura.