Los historiadores y sociólogos que han estudiado el sexenio de Lázaro Cárdenas y los economistas que se dedican al análisis del desarrollo económico de México coinciden en señalar el reparto agrario de 1936-38 como uno de los momentos más importantes de nuestra historia económica y social. Ese reparto arrancó de manera espectacular. El general escribió en sus apuntes el 6 de octubre de 1936: “Hoy dicté acuerdo al Departamento Agrario para que principie la dotación de ejidos a los núcleos de población de la Comarca Lagunera, concentrando en aquella región todo el personal de ingenieros que sea necesario para que se violente la entrega de la tierra”. Y en 45 días se entregaron 447 mil 516 hectáreas (de las que unas 140 mil eran de riego: las fértiles y productivas haciendas algodoneras) a 34 mil 743 campesinos constituidos en 296 ejidos que se agruparon en cooperativas.
Esta hazaña logística (pues, además, no interrumpió ni dislocó el complejo cultivo del algodón) también pagó una deuda histórica: los campesinos de La Laguna lucharon por el derecho a la tierra, al agua, a la vida desde 1906 hasta 1936 de manera ininterrumpida y bajo distintas circunstancias: se bautizaron a sí mismos sucesivamente magonistas, maderistas, zapatistas, colorados (rojos), villistas, agraristas, comunistas, cardenistas.
En esos 20 años sufrieron miles de muertos y el asesinato a mansalva de sus principales dirigentes, como Calixto Contreras, en 1916; Francisco Villa, en 1923, y José Guadalupe Rodríguez, en 1929.
Hay muchos y muy buenos estudios sobre el reparto agrario de La Laguna y sobre la reforma agraria cardenista, que contra los defensores a ultranza de la propiedad privada y el latifundio, resultó no sólo una acción de justicia: también fue un detonante clave del crecimiento económico sostenido de cerca de 7 por ciento anual durante los siguientes 45 años, a pesar de las contrarreformas neoporfiristas de Miguel Alemán (así las definió certeramente el historiador liberal Daniel Cosío Villegas en 1947) que se tradujeron en el abandono del ejido y en el neolatifundismo que junto con la brutal violencia del Estado contra quienes exigían o tomaban tierras, provocó la emergencia de la guerrilla rural desde antes de 1965.
Ahora, más allá de eso, buscamos las razones explícitas por las que los campesinos –esos campesinos concretos, los de La Laguna en 1936– querían la tierra y el agua.
Así que estamos revisando cientos de expedientes resguardados en el Archivo General Agrario buscando, ejido por ejido, pueblo por pueblo, en qué fundaban su solicitud de tierras, por qué pedían la tierra. Encontramos que la gran mayoría de las solicitudes de dotación se generaron en 1936 y están escritas de manera similar, lo que refleja una combinación de la organización de los pueblos, la voluntad del gobierno revolucionario y la acción de los jóvenes ingenieros y los funcionarios de segundo nivel a quienes el embajador de Estados Unidos Josephus Daniels llamó acertadamente “el trust de cerebros de Cárdenas”.
Pero encontramos excepciones muy significativas. En unos 20 núcleos de población es evidente, desde al menos 1918, la presencia de las organizaciones agraristas que en 1925 confluirían con el Partido Comunista. Eso, en palabras de César Navarro, elevaba la apuesta: “Un creciente número de campesinos agraristas de Durango se organizaron y desplegaron sus luchas enarbolando las banderas rojas con los emblemas de la hoz y el martillo. Los principales destacamentos de este renovado movimiento agrario brotaron entre los pueblos, rancherías y comunidades que, apenas unos años atrás, se habían alzado como bastiones del villismo [...] De esta manera, una década después, en los mismos valles y semiáridas regiones por donde se extendió la rebelión agraria encabezada por los revolucionarios villistas, ésta encontró una continuidad en la lucha de los jornaleros, peones y campesinos agraristas que reclamaban la destrucción del latifundio, el reparto de la tierra entre los pobres y que además ahora se proponían luchar para construir una sociedad sin propietarios y sin explotados” (https://acortar.link/Lz2dkw).
La primera fila de la revolución agrarista norteña había sido exterminada: casi todos los jefes de Brigada de la División del Norte murieron de forma violenta entre 1914 y 1920, pero dos supervivientes y algunos tercos que habían sido de segunda fila en los años heroicos de 1913 a 1915 señalan la continuidad entre la resistencia de los pueblos contra los latifundios y caciques porfiristas, el villismo, el Partido Comunista y el reparto cardenista, pero esta vez no nos interesan los generales Severino Ceniceros, Pedro Rodríguez Triana o Lorenzo Ávalos Puente, sino los campesinos y algún capitán o teniente villista que regresó al arado y a la pizca.
En algunos de los ejemplos de que hablaré después podremos encontrar no sólo esos lazos, esas tramas de la resistencia agraria, la lucha agraria a lo largo de nuestra historia, sino también el lenguaje, las demandas y las aspiraciones que hoy siguen vigentes en la defensa de la tierra, el agua, la identidad y la cultura de pueblos y comunidades.