Rusia seguía ayer bajo el impacto del execrable atentado en el auditorio moscovita Crocus City Hall que el viernes de la semana pasada segó la vida de 137 personas, según el conteo oficial, y dejó lesionadas a 182. El tiroteo contra los asistentes a un concierto y la destrucción del recinto, que resultó incendiado, ha cimbrado la vida cotidiana de los rusos y ha tenido un efecto adicional no menos lamentable: el de agregar una dosis de veneno e incertidumbre a la de por sí complicada situación que vive la potencia euroasiática a raíz de su incursión militar en Ucrania, la cual fue aprovechada por los gobiernos que integran la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para activar una nueva guerra fría en contra de Rusia, iniciar un nuevo ciclo de rearme y reactivar sus industrias militares.
Aunque desde un primer momento se dio a conocer un anuncio en el que la organización fundamentalista Estado Islámico (Isis) se atribuía la autoría del atentado, tal información ha sido puesta en duda por fuentes oficiales y extraoficiales rusas, las cuales han apuntado más bien a una conexión de los atacantes con el gobierno de Kiev, posibilidad que es rechazada tanto por Washington y sus aliados como por las propias autoridades ucranias. Se ha abierto, de esta forma, un nuevo frente en la lucha propagandística entre Moscú y la alianza occidental, lo que se traduce en un copioso bombardeo de piezas de desinformación y de noticias falsas lanzadas sobre la opinión pública internacional.
La posibilidad de que el ataque contra el Crocus City Hall de Moscú haya sido planeado y ejecutado por el terrorismo integrista de Isis –que fue severamente golpeado en Siria por la maquinaria militar que Rusia desplegó en ese país árabe en apoyo al gobierno de Bashar al Assad– abre una perspectiva alarmante no sólo para Rusia, sino para todas las potencias que han combatido al Estado Islámico en diversos frentes. Significaría que esa organización, por más que haya perdido gran parte de los territorios que llegó a controlar en la década pasada, conservaría aún la capacidad de llevar a cabo atentados de gran envergadura, como los que perpetró entre 2015 y 2019 en Túnez, Líbano, Francia, Siria, Bélgica, Turquía, Irak, Bangladesh, Pakistán y Egipto, en los que miles de personas fueron asesinadas.
Muy distintas serían las implicaciones si se llegara a demostrar una vinculación entre el comando que atacó el auditorio moscovita y las autoridades de Ucrania: ello se traduciría, de manera inevitable, en un recrudecimiento de la guerra en esa nación y exhibiría al gobierno que preside Volodymir Zelensky como promotor de atentados terroristas.
En suma, la tragedia del 22 de marzo en el Crocus City Hall de Moscú no sólo ha dejado una exasperante secuela de muerte, sufrimiento y destrucción, sino que aporta mayor toxicidad, encono e inestabilidad a la muy peligrosa circunstancia por la que atraviesa la relación entre Rusia y los socios de la OTAN.