En Oriente Próximo, al menos 25 mil mujeres y niños han muerto víctimas del genocidio que Israel perpetra contra el pueblo palestino desde octubre pasado. Es imposible determinar el número de heridos y mutilados. Las fuerzas de ocupación han arrasado o invadido todos los hospitales; prohíben la llegada de ayuda humanitaria y bombardean a los convoyes de alivio que logran evadir su cerco. En semanas, Israel asesinó a más periodistas y niños de los que han muerto en conflictos armados que duraron años. Tras casi cinco meses, los gazatíes están muriendo de hambre mientras Tel Aviv bombardea de manera indiscriminada su último refugio en preparación de un asalto terrestre cuyo único desenlace posible es una masacre aún peor que las que ha cometido hasta ahora.
Distintas y distantes, las tragedias de Palestina y Haití tienen en común la indolencia de la comunidad internacional y el haberse originado en el colonialismo: en el de los franceses que poblaron la mitad occidental de La Española con cientos de miles de seres humanos reducidos a la esclavitud, y en el de los sionistas de múltiples nacionalidades europeas que declararon suya una porción de Levante, expulsaron a sus pobladores árabes y erigieron ahí un Estado de apartheid.
Frente al genocidio, los dirigentes occidentales expresan su apoyo al inexistente derecho de Israel a la autodefensa: inexistente, dado que se trata de una potencia ocupante en territorio ajeno, y por lo tanto el único que puede invocar tal derecho es el pueblo palestino. Algunos líderes condenan de manera retórica los excesos del régimen de Benjamin Netanyahu, pero siguen enviándole el armamento más avanzado para masacrar a un pueblo que se defiende con rifles del siglo pasado, misiles artesanales y, muchas veces, con los escombros de sus hogares destruidos por las bombas y los buldóceres israelíes. Ante la espiral de barbarie que asola a Haití, Occidente finge que la situación no tiene ningún vínculo con la historia centenaria de expolio e intervencionismo que el territorio insular ha padecido a manos de las potencias coloniales. Mientras evaden su responsabilidad, los gobernantes de los países ricos ofrecen una empatía meramente retórica que no alivia la miseria generalizada, la cual impide consolidar una institucionalidad funcional y es el sustrato en que germinan los grupos antisociales. Para ilustrar lo mucho que los autoproclamados guardianes de la democracia y los derechos humanos podrían hacer por Haití si tuvieran la voluntad, basta con decir que Estados Unidos, la Unión Europea y los siguientes ocho principales donantes a Kiev han gastado en mantener andando la guerra en Europa del Este un monto que equivale a entre 11 y 15 veces el conjunto de la economía haitiana.
Un aspecto inquietante del posicionamiento de Occidente y buena parte de la comunidad internacional ante las catástrofes en Gaza y Haití es su manera de referirse a ellas como un riesgo latente, como una amenaza que está por concretarse, cuando la realidad es que se han desenvuelto por décadas y se han tornado insoportables desde hace meses. La negativa a reconocer hechos tan atroces como evidentes sólo puede interpretarse como una estrategia para des-entenderse de la suerte de los 11 millones de haitianos y los 2 y medio millones de gazatíes. A estas alturas, queda claro que las únicas salidas viables pasan por un bloqueo diplomático y financiero total a Tel Aviv, así como por una transferencia masiva de recursos a Puerto Príncipe, y que cualquier propuesta de solución que omita estas medidas debe rechazarse como mera hipocresía.