Dentro de dos semanas, Lula da Silva llegará al final del tercer mes del segundo año de su tercer mandato presidencial. Es mucho tiempo: nueve años y tres meses. A los 75, Lula ya no muestra el mismo aliento, la misma velocidad de sus dos gestiones anteriores, hace 20 y tantos años.
Eso, en la vida privada. En el gobierno, todavía tiene garra, y mucha.
La economía muestra signos positivos, creciendo por encima de las previsiones de especialistas, del mismo equipo económico del gobierno y, principalmente, de los dueños del dinero, esa entidad invisible y poderosísima llamada “mercado financiero”.
Pasado el primer año de su tercer mandato, el desempleo volvió a lo que era en 2019, cuando se estrenó el gobierno del desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro y su pandilla.
La inflación quedó dentro de lo previsto y todo indica que se mantendrá. Programas que fueron de fuerte impacto social en sus primeros mandatos, como Mi casa, mi vida, de viviendas populares, o Hambre cero, de auxilio a familias de bajos ingresos y que sacó el país del mapa mundial de los hambrientos, volvieron con fuerza.
Y sin embargo, la popularidad tanto del presidente como de su gobierno quedan en una zona de sombra, por debajo de lo proyectado no sólo por el grupo cercano a Lula, sino también por la clase política y empresarial y por los que acompañan el escenario brasileño dentro y fuera del país.
En diciembre pasado, 38 por ciento de los encuestados decían que el gobierno de Lula era “óptimo” o “bueno”. A fines de marzo, lo afirmó 33 por ciento.
Como suele ocurrir en escenarios semejantes, llueven explicaciones, análisis e interpretaciones. Casi todos coinciden en un punto: la lentitud en implantar programas que fueron parte de sus promesas electorales. Hay, eso sí, datos concretos: la economía creció de manera sólida el año pasado, pero en 2024 se ve la inflación creciendo precisamente en la parte más sensible para los trabajadores: los alimentos y el transporte público.
Sea la explicación que sea, hay dos datos ineludibles en el escenario de la estancamiento –cuando no del retroceso– de la popularidad del gobierno.
La primera es que éste todavía no logra exponer a la opinión pública, de manera clara y convincente, los tremendos obstáculos que enfrenta a la hora de implantar sus proyectos.
Lula tiene que negociar con el peor, más vil y corrupto Congreso desde que se retomó la democracia, es decir, el de los últimos 30 años. El foco más tenebroso está en la Cámara de Diputados.
Pese a haber cedido ministerios a la oposición, cuando se votan medidas de interés, el gobierno tiene que negociar caso por caso con los mismos beneficiados. Y entonces se comprueba otra vez lo sabido: es injusto decir que los señores diputados se venden. No, no: se alquilan.
En segundo lugar, el gobierno parece no haberse dado cuenta de que programas sociales de gran impacto hace dos décadas ya no tienen la misma capacidad de seducción, especialmente en las generaciones más jóvenes.
Otra barrera son los evangélicos. Estudios indican que Brasil es hoy uno de los países con más presencia evangélica en todo el mundo.
En los censos, 30 por ciento se declaran “evangélicos”. Entre ellos, habría que diferenciar los que efectivamente siguen la religión evangélica histórica y tradicional y los que siguen nuevas sectas, cooptados por los mercadores de la fe ajena, que seguramente son la abrumadora mayoría.
Para enturbiar más el escenario y complicar aún más las cosas, hay batallones de seguidores de Bolsonaro, los “bolsonaristas”, cuya actividad en redes sociales es impresionante. Financiados –vaya a saber por quién–, son de una velocidad y una eficiencia espeluznantes. Divulgan mentiras en cantidades impresionantes que luego son esparcidas en segundos para miles y miles de seguidores. En todo lo que se refiere a la comunicación digital, el gobierno pierde de manera olímpica, y eso también tiene que ser tomado en cuenta a la hora se entender, o tratar de entender, la popularidad de Lula y su administración.
Y, para completar, está Bolsonaro. Declarado inelegible, enfrentando tempestades de investigaciones y océanos de denuncias que terminarán por llevarlo a la cárcel, su espacio en la política es ínfimo. Su influencia en el Congreso se ve cada vez más y más anémica, pero su considerable espacio en el electorado permanece inalterado. Se calcula que entre 15 y 20 por ciento de los electores lo respalda a como dé lugar. En los comicios municipales de octubre es considerado un tremendo cazador de votos, eso que en Brasil se llama cabo eleitoral.
La previsión, hasta de los adversarios, es que de los más de cinco mil municipios brasileños, al menos mil tendrán alcaldes elegidos bajo su sombra y su influencia directa. Y ese es otro factor para que la popularidad del gobierno de Lula permanezca por debajo de lo esperado: la fuerza del “bolsonarismo”.