En una de las escenas de la película que cuenta la historia de la familia de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz y su idílica vida junto con su esposa e hijos en una bonita villa con jardín justo al lado del muro que rodea el campo, un prisionero lleva a la casa un saco con ropa y lencería. Se entiende que son robadas de las mujeres del “otro lado”. La esposa del comandante informa a las trabajadoras domésticas (también prisioneras) que pueden quedarse con una cosa (“una cada una”). Para sí misma guarda un abrigo de piel que se pone a probar junto con un pintalabios que encuentra en un bolsillo.
Como anotaba Nikolaus Wachsmann en su monumental historia de los campos concentración nazis, buena parte de la atracción de Auschwitz para las esposas de los oficiales de la SS era la ganancia material y la promoción social: pocas, si no ninguna, vivían antes en semejantes lujos (KL. A History of Nazi Concentration Camps, 2016, p. 375). Cualquier parecido con incontables, disponibles en redes, videítos de soldados israelíes que ocupan casas en Gaza, manosean ropa y lencería de las mujeres palestinas y llenan bolsas de plástico con cosméticos y joyas robadas para enviárselos a sus chicas, podría parecer una coincidencia y/o una exageración.
O –como indicaba el discurso de Jonathan Glezer, el director de La zona de interés que al aceptar el Óscar a la mejor película extranjera, la vinculó con lo que hoy pasa en Gaza– tal vez y no.
Su película– subrayaba Glazer, describiendo en otro lugar a sus personajes no como “monstruos” sino “(entes) no pensantes, burgueses, aspiracionales y arribistas” que convierten el mal en “ruido blanco”– mostraba a dónde lleva “la deshumanización extrema”. Y, apelando a sus orígenes, se oponía a que su judeidad y la memoria del Holocausto fueran secuestrados para infligir opresión y muerte y justificar la ocupación de Palestina. Clarificaba así que La zona de interés no es una película sobre la “banalidad de los nazis”, sino sobre la banalidad del genocidio.
Desde los inicios de las represalias en respuesta al ataque del 7 de octubre, varios juristas y estudiosos del Holocausto (Raz Segal, Omer Bartov, et al) advirtieron que el ataque israelí a Gaza constituye un clásico caso del genocidio, comparable, por ejemplo, con el genocidio en Namibia a manos de las tropas coloniales alemanas.
Apuntaban a los patrones genocidas visibles especialmente en conjunto con las declaraciones de los políticos y las acciones de los soldados israelíes, algo que formó la base de la demanda de Sudáfrica en contra de Israel en la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que dictaminó que el riesgo de genocidio en Gaza era “plausible” (y el caso sigue). Entre Gaza y Auschwitz no hay una comparación directa. De hecho, nunca hubo dos genocidios idénticos.
Höss, como soldado joven, vio personalmente el genocidio de los armenios por los otomanos durante la Primera Guerra, pero el Holocausto que organizó después ya fue completamente diferente. Gaza no es un campo de exterminio, pero la razón por que se erigió el edificio del derecho internacional post 1945 –uno que Israel con sus acciones y Occidente con su apoyo hoy están desmoronando, como escribió en un perspicaz ensayo Pankaj Mishra (The Shoah after Gaza, en: LRB, vol. 46, no. 6, 21/3/24)– fue para que hubiera herramientas para identificar ciertos patrones antes de que la historia se repitiera. Estos patrones respecto a los palestinos –la deshumanización extrema, la intención genocida declarada abiertamente, la matanza en masa, el desplazamiento, la destrucción de todos los aspectos de la vida, el saqueo, la hambruna inducida– están presentes.
Si bien el propio director, al introducir el personaje de una chica que en varias escenas esconde la comida para los prisioneros (un personaje real: Aleksandra BystrońKołodziejczyk), apunta a las maneras de cómo resistir, el hecho que esto sería poco viable en el contexto de hoy, demuestra la gravedad del momento. ¿Alguien se imagina a una chica israelí escondiendo comida para los palestinos bombardeados del otro lado del muro? En lo más mínimo sería víctima del ostracismo y críticas –tal como voceros del sionismo atacaron el discurso de Glazer– en una sociedad donde 68 por ciento se opone a transferir comida y ayuda humanitaria a Gaza y en la que exactamente lo opuesto es considerado “heroico”: bloquear los pasos fronterizos para que no entre ninguna ayuda. Según la mayoría de los israelíes, hasta los niños más pequeños “están involucrados” y han de sufrir el castigo colectivo (crimen de guerra según el derecho internacional).
Una sociedad poseída por el entonacionalismo racista y egoísta que desuniversalizó el Holocausto y en la cual los tropos genocidas se han vuelto “banales” –basta ver los medios israelíes– y la empatía de cualquier tipo es considerada “débil” e incluso “traidora”.
Aunque su propio autor quizá no iría tan lejos, la película habla también de la banalidad del colonialismo de asentamientos.
“La zona de interés”, algo que el filme no explica y que fue retomado del título de la novela de Martin Amis, en la cual se basa libremente, se refería en nomenclatura nazi –y en plural: “zona de intereses” (Interessengebiet)– a una zona de 40 kilómetros cuadrados alrededor del campo confiscada por la SS y de la cual fue deportada la población polaca local.
La zona que iba a ser convertida en un exitoso complejo agrícola de colonos alemanes y una empresa en la que los ideales y, justamente, los “intereses” de la comunidad étnica-racial (Volksgemeinschaft) y de la economía, del colonialismo y del genocidio iban a ir de la mano.
(Continuará.)