Poco a poco, las causas profundas de la guerra en Ucrania se van develando. El pasado 7 de marzo apareció en la página digital de Bloomenberg un detallado reportaje sobre la carrera (entre las corporaciones occidentales) para emprender la ola de inversiones más ambiciosa desde la Segunda Guerra Mundial. Se calcula que en los próximos 10 años llegarán a Ucrania un trillón de euros para apropiarse de lo que alguna vez perteneció a la oligarquía más corrupta y fallida del continente. “Como en ningún otro lugar de Europa del Este –asevera la publicación– se han abierto las puertas para la expansión”. En otras palabras: sobre los cadáveres de decenas de miles de ucranios, dará comienzo el espectáculo de otra rapiña, la de su riqueza. Quien definió, en su momento, a la intervención rusa como una “guerra interimperialista” tenía más que razón.
Aun cuando la situación en el frente no ofrece ninguna garantía de cómo y cuándo habrá de terminar el conflicto, la compañía turca Aksa Power Generation prevé inversiones por más de 700 millones de euros para restablecer el sistema eléctrico. De facto ya comenzó sus labores. El European Investment Bank estima que las inversiones (públicas y privadas) en los próximos años podrían superar cinco veces a las del Plan Marshall, factor esencial de la reindustrialización europea después de 1945. Empresas alemanas y austriacas se ocupan ya de establecer las redes para impulsar el desarrollo de la infraestructura y las comunicaciones. Los conglomerados mineros ingleses mantienen trabajando a sus geólogos para estudiar cómo y dónde extraer uranio, oro y tierras raras. J. P. Morgan anunció recientemente la apertura de una red bancaria en varias ciudades.
Todo depende, por supuesto, de cómo y cuándo termine el conflicto militar. Se olvida con frecuencia que el capital, en su lógica elemental, funciona como una máquina de guerra: precisa destruir lo que impide su valorización para después expandirse. En ninguna otra parte de Europa del Este, la destrucción posterior a la desintegración de la Unión Soviética alcanzó proporciones tan catastróficas. En la mayor parte de esos países, los viejos apparatchiks pasaron a conformar una oligarquía rentista (Rusia es el ejemplo clásico). En Ucrania, la guerra arrasó con ese pasado. Por lo pronto dejó la estela de una una nación-zombi.
Por primera vez desde el inicio de la conflagración, el jefe de las fuerzas armadas de la OTAN, Jens Stoltenberg, llamó al presidente de Rusia, Vladimir Putin, a sentarse a la mesa de negociación: “El presidente Putin comenzó esta guerra y podría terminarla hoy mismo. Pero Ucrania no tiene esta opción. La rendición no significa la paz”. Por su parte, el papa Francisco hizo su equivalente. Esta primera oferta de negociación llegó acompañada de su respectiva amenaza. Días antes, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, advirtió sobre la posibilidad de enviar tropas francesas al campo de batalla. En otras palabras: el camino hacia un conflicto nuclear. ¿Pero hasta dónde puede Europa hacer efectiva esta amenaza? ¿Cuántas misas vale hoy París? Por lo visto, para Macron, ninguna. La comicidad del burlesque europeo no tiene límites. Cuando se pierde el miedo al ridículo, la arrogancia se pasea en calidad de comedia –una comedia, por cierto, sádica en el caso ucranio–.
¿Qué fue lo que cambió entre el comienzo de la guerra en marzo de 2022 y la actual postura negociadora de la OTAN?
Sorpresas te da la guerra. Si al inicio Estados Unidos y la OTAN apostaron a que la maquinaria de Putin era incapaz de enfrentar la suma de las sanciones más las nuevas tecnologías militares, hoy los términos parecen invertirse: es Rusia la que define el ritmo y la escala del conflicto. La ofensiva ucrania terminó en un desastre y el sistema de sus defensas está colapsando. Klausewitz ya lo advirtió: si la guerra puede ser vista como una continuación de la política con otros medios, su destino se decide en el campo de batalla. Ahí precisamente es donde termina la política. Entre 2022 y 2023, el conflicto adoptó el imprevisible curso que definirá a las guerras en un futuro próximo. Los nuevos sistemas de detección satelital nulificaron la acción de tanques, barcos, aviones y blindados. Los drones modificaron todas las formas de ataque. Volvieron las trincheras, la infantería de pie y la artillería móvil. Como un remake de la Primera Guerra Mundial.
La superioridad rusa en este terreno quedó fuera de duda. Todos los llamados a que los estados europeos inviertan 2 por ciento de su presupuesto en gastos militares responden a esta paradoja.
¿Qué países harán caso? Hoy Europa es un archipiélago de islas unidas por aquello que las separa: el miedo. La negociación no es improbable, pero paz no habrá. Rusia no cuenta con las fuerzas económicas para transformar su aparente avance en beneficios contables.
Si está ganado la guerra, podría perder la negociación. Sólo le queda mantener una suerte de estasis a lo largo de su frontera occidental. Por esto, muchos observadores temen con razón el capítulo que Klausewitz describió como la “guerra sin control”, la guerra loca: la escalada. Y, sin embargo, el cansancio de guerra podría también encontrar otra salida si provoca un giro en el Kremlin.
Veremos.