En un relato ya arraigado entre la intelectualidad mexicana, la conquista democrática se teje a partir de la constelación que coloca en el centro la ruptura cultural del pos 68 y los conjuntos institucionales creados de manera intermitente entre 1977 y 1994.
En el primer elemento, jugaría un papel crucial la cultura política de los sectores medios y profesionales, que haría equivalente la presencia como organizador de la vida social del Estado con el autoritarismo político del régimen postrevolucionario; asumiendo que en aras de conquistar espacios de libertad política era factible sacrificar la dimensión reguladora de las mediaciones del orden político que garantizaba un nivel mínimo de reproducción social, coincidiendo de manera explícita con el neoliberalismo.
En el segundo, se asumía que eran las clases medias ilustradas los protagonistas principales, pues ellas tenían la capacidad de generar acuerdos y pactos que fomentaran la construcción de instituciones que garantizaran el orden democrático en cuanto a la condición representativa.
El denominado régimen de la transición marcó las líneas principales a partir de estos elementos, variando según la intensidad o la importancia de la periodización.
En dado caso, 1968 les interesa no por la festividad política de la juventud en la plaza pública, sino por el significado de ruptura entre las clases medias y el Estado. En tanto que la construcción institucional es motivo de festejo al dirimirse como un acuerdo entre élites, a cuya mesa no estaban invitadas lo que un académico de prestigiosa institución ha denominado, con un profundo sesgo antipopular, las “mediaciones parasitarias”.
Expresión desafortunada como pocas, que refiere a los mediadores de estirpe popular, plebeya, obrera y campesina cuyo actuar dentro del régimen postrevolucionario fue el de politizar las demandas que contribuyeran a la reproducción de la vida.
Es por ello que, frente a la bancarrota del relato transicional ocurrida en tiempos recientes, es preciso reconstruir la vena plebeya y popular del acto democrático, devolviéndole la centralidad a las clases sociales y a las izquierdas, misma que fue expropiada por los transitólogos en favor de las clases medias, los “expertos” y consultores que dominaron la escena del periodo neoliberal.
Un momento clave de esa reconstrucción puede ubicarse hace justo 60 años, cuando ante el declive del Movimiento de Liberación Nacional, el Partido Comunista Mexicano, la Central Campesina Independiente y una pléyade de organizaciones constituyeron el Frente Electoral del Pueblo (FEP).
Con Ramón Danzós Palomino, importante líder campesino de filiación comunista proveniente del normalismo, el FEP representó un momento de cristalización del renovado programa de la entonces organización política más antigua del país.
En el centro de su visión programática aparecieron la vinculación entre el socialismo y la democracia como los dos grandes elementos articuladores de la acción política; la búsqueda de la libertad política como el elemento movilizador de diversos espectros de la sociedad y, en general, la crítica de la “ideología de la Revolución Mexicana”, en cuyo eje se encontraba el pacto entre la burocracia política y las noveles élites económicas y sociales.
El FEP, desde su fundación, enfrentó la negativa a su registro , por lo cual su campaña tuvo que darse en el marco de una no-legalidad. Sus actos públicos fueron prohibidos y, en general, se desplegó en un airado entorno de represión. No es casual que algunos de sus candidatos fueran, de hecho, presos políticos. El ánimo represivo escaló a golpizas y asesinatos.
Frente al relato light de los transitólogos, el camino del FEP muestra el lado más oscuro de la senda democrática, cuyas víctimas recurrentes fueron las clases populares. También, frente a ese mismo relato, prueba que las izquierdas, en alianza con los sectores populares, fueron los principales protagonistas de la búsqueda por democratizar al Estado, pero también al conjunto de la sociedad.
La democracia a la que aspiraban los comunistas y sus aliados no era de acuerdos, pactos y formación de instancias institucionales separadas del juicio de la sociedad. Su noción de democracia no expropiaba en favor de expertos y consultores los ánimos autodeterminantes de las clases sociales, sino que los reafirmaba a partir de la búsqueda por democratizar el conjunto de las mediaciones.
El FEP logró reconectar al PCM con la sociedad, tomarle el pulso a las nuevas demandas y sectores que afloraban con ellos. Es sabido que en esta época estuvieron alrededor del FEP personajes que después se radicalizarían, como el ingeniero Javier Fuentes, el periodista Víctor Rico Galán y el yucateco Gilberto Balam Pereyra. También fue la época de acercamiento de Lucio Cabañas al partido.
No era la primera ocasión en que los comunistas presentaban su opción ante la sociedad, apenas seis años antes habían hecho lo propio con la candidatura del exzapatista Miguel Mendoza López. Sin embargo, las características de la campaña de 1964 abrieron las puertas para que el programa de los comunistas pudiera modernizarse, cuestión que ocurriría en los siguientes tres lustros. También, y aunque la escalada represiva de los años siguientes parecía aplazar el diagnóstico, permitió entender que la democratización era el sino principal que articulaba las aspiraciones de la sociedad.
Democracia que, a diferencia de la del relato de la transición, no era exclusiva de sectores medios ni apuntalaba onerosas burocracias, sino que prefiguraba un orden social justo. Urge reconstruir los senderos de esa otra visión democrática, en cuyo corazón y cerebro estuvieron las izquierdas en alianza con los obreros y campesinos.
* Investigador de la UAM