Muy poco se ha avanzado, en lo sustancial, en la búsqueda de verdad y justicia, y a estas alturas, ya con pocos meses de estancia de Andrés Manuel López Obrador en la Presidencia de la República, lo más notable o novedoso ha sido el sistemático desmantelamiento de las esperanzadas estructuras creadas por el propio tabasqueño, además del endurecimiento del discurso mañanero contra activistas, abogados, organizaciones defensoras de derechos humanos y familiares de los 43 (a éstos, bajo el turbio señalamiento de que son engañados, como si fueran incapaces de razonar por sí mismos y susceptibles, según esa visión presidencial, de ser manipulados).
El asomo de violencia ayer en Palacio Nacional es consecuencia de un desencuentro creciente, cada vez más agudo, entre los padres de familia, que sostienen la misma demanda de 10 años atrás (saber lo que realmente pasó con sus hijos y verificar que haya auténtica acción justiciera contra los responsables), y el gobierno de López Obrador, que como candidato y dirigente político, y luego ya en Palacio Nacional, se solidarizó con esta lucha y ofreció resolver satisfactoriamente el caso.
El empuje presidencial justiciero alcanzó para llevar a prisión al principal constructor operativo de la nefasta verdad histórica, Jesús Murillo Karam (muy enfermo, virtualmente abandonado por la pandilla a la que sirvió en el último tramo de su carrera política sucia), a implicados civiles y policiales menores y a unos cuantos mandos militares que están en imprecisa transición, bajo cuidado de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Pero el proceso de búsqueda de verdad y justicia, que se había desarrollado en este sexenio en consonancia con los familiares de los desaparecidos, sus asesores y abogados, y los defensores de derechos humanos, se estrelló con el poder militar a la hora de exigir que la Secretaría de la Defensa Nacional entregue 800 folios de información sobre lo sucedido en Iguala con los normalistas; folios de los que hay constancia documental de su existencia, pero la Sedena dice desconocer.
Conforme ha crecido la exigencia de que se conozca el grado de responsabilidad de los altos mandos políticos y militares (es decir, del intocable Enrique Peña Nieto y del rescatado general Salvador Cienfuegos), se ha ido desarrollando una estrategia presidencial de cierre de instancias que los familiares de los 43 avalaban.
Así se despidió con insidias y malos modos (como había sucedido con Peña Nieto) al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI); también con insidia e incluso con amenaza de acción penal en su contra se cesó al fiscal especial que era confiable, y se sustituyó con un abogado tabasqueño inexperto; se invitó a la campaña electoral a Alejandro Encinas y así abandonó la Subsecretaría de Gobernación, donde fue sustituido por un manejable personaje que ha recurrido a tretas infames para dividir a los familiares de los 43.
Y el propio Presidente de la República ha utilizado la fuerza de su palabra para estigmatizar al conjunto social y familiar que sostiene la exigencia de verdad y justicia, al acusarlos sin pruebas, y contra la lógica política, de ser provocadores, infiltrados y manipulados por la derecha, que desean hacer daño a su gobierno.
Tales versiones, que eluden la sustancial realidad de que no se ha avanzado con la profundidad deseada y prometida en el tema, son reproducidas por algunos flancos de opinión en redes sociales y medios, en defensa de la coyuntura electoral y bajo la consideración de que la llamada 4T no puede ni debe correr riesgos golpistas de militares ante los cuales sería preferible cerrar convenientemente los ojos (y el corazón y los principios). ¡Hasta mañana!
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