Ahora se le llama “relato” a casi cualquier construcción de “sentido común”. Basta y sobra con que una iniciativa (individual o colectiva) se disponga a convencer y movilizar (hechos o ideas) de corto, mediano o largo alcance (con fines confesables o inconfesables) para que pase por “relato” ante los ojos de los legos. Así andan por el mundo algunos vendedores de ilusiones especializados en “delirios de poder” que logran ofrecer a sus clientelas seducciones rentables para dar rienda suelta a su pulsión por el manejo de la “caja” (chica o grande). Y “aunque usted no lo crea” tienen éxito y cobran fortunas. Roland Barthes ya se metió en esa disquisición.
En esa modalidad el “relato” que se vende es una mercancía defectuosa de origen que padece la presencia de todos los estereotipos narrativos creados para hipnotizar incautos. Incluso han sido capaces de inventar sistemas de encuestas para avalar sus sofismas. Tiene el pecado original de agotarse en el individualismo que aparece tarde o temprano por más silogismos milagreros que encierren los eslogans remanidos y cursis que les venden. Además de no valer lo que cuestan. Ese “mercado” de narrativas es capaz de funcionar sólo en poblaciones con niveles educativos muy castigados, limitados o muy cercenados. En colectivos cuyos procesos cognitivos han sido despojados de las habilidades críticas básicas y la capacidad de síntesis elemental que faculta, a cualquier inteligencia, el acceso a niveles más elaborados de producción y comprensión, organizada y movilizada, de los verdaderos relatos que lo son sólo si implican lucha. Esa es la clave.
En el “relato” que venden los mercenarios también existe un principio de lucha sólo que “bonsái”, rasurada, formateada por los estereotipos ideológicos de la oferta y la demanda restringida, siempre, su utilidad (objetiva y subjetiva) de clase por el saqueo del plusvalor, y más allá de ese punto, sólo para constituir “cultura” y hegemonías opresoras. Todo eso convertido en estereotipos que recorren el mundo y que facilitan su inoculación en niveles sociales diversos que, en muy pocos casos, tienen contacto real entre sí y muy pocas veces descubren la emboscada del “relato” estereotipado. En cualquier caso, si lo descubrieran, lo traducirían como aspiración de clase lograda. Terminaría siendo un “orgullo”.
En su definición más genuina, el “relato” pertenece a las categorías sociales más profundas y añejas de la especie humana. Es una forma de la necesidad de supervivencia en colectivo y es uno de los pegamentos identitarios más poderosos. Nada de lo humano carece de relato porque es la manera indispensable y dialéctica con que la especie se cuenta la historia de sus luchas, su origen, desarrollo y proyección futura. Esa es la trascendencia del relato en la cohesión de los grupos y de ahí la importancia de protergelo ante los sistemas más perversos y múltiples de distorsión y usurpación. Toda vez que el relato opresor se infiltra en el relato de los oprimidos, se gesta un fenómeno de adhesión traidora que terminará disociando a las personas, enemistándolas con los propios para regocijo y ganancia de los ajenos.
En el “relato” está la lucha social pasada, presente y futura. Esta es su claridad e identidad. Esta es su fortaleza y sus debilidades. Cuando ese relato es genuino, cuando emerge de los pueblos organizados para resistir y para triunfar, provee cohesión y movilización. Se construye dinámicamente con lenguajes diversos y en escalas múltiples, simultáneas e interdependientes. No existe “relato” lineal, aunque para algunos fines fuese útil presentarlo así, pero eso reclama consenso, acuerdo y ordenación porque, ya sea para defenderse o para atacar, el “relato” puede adquirir todas las formas que la batalla requiera, en plena lucha de clases, que es su motor principal. La complejidad del “relato” no está sólo en su semántica, en sus sintaxis o en su praxis; está en la u tilidad que preste para disputar sentido, en tiempo real, y para revolucionar conciencias.
Todos los modelos opresores entendieron la importancia de librar guerras cruentas en los territorios del “relato” porque siempre han querido que sus victorias hegemónicas sean duraderas. No les es suficiente el despliegue de armas, represión, tortura y sangre… pelean por formatear su relato en el entendimiento de la clase trabajadora bajo los preceptos de esclavitud feliz y agradecida que más les conviene a los opresores. Y hacerla hereditaria “por los siglos de los siglos”.
Así pues, el “relato”, que también constituye filosofía, importa para la sobrevivencia de las revoluciones tanto como para las disputas cotidianas donde lo “pequeño” juega un papel dialéctico crucial. Es de tal complejidad y extensión la riqueza del relato, que se lo ha recluido a ciertas mazmorras de la gramática o de las “técnicas literarias”.
Algunos, más perversos, han querido envilecerlo con palabrerío semiótico ininteligible para distancias a los pueblos de su estudio, y resemantización, necesaria y urgente. Pero la tarea es también reconsiderar el valor del “relato” en todas las batallas emancipadoras y entregarse a la producción, distribución y retroalimentación del relato que debe liderar la cohesión en la lucha, pero eludir toda esclerosis y toda inoculación operada por las emboscadas narrativas burguesas y sus, no pocos, laboratorios de guerra ideológica encargados de fabricar confusión y desorganización en el corazón mismo del relato en pie de lucha emancipadora. Para eso necesitamos una semiótica de combate, descolonización metodológica, revolución de la conciencia e instrumental científico-filosófico humanista, de nuevo género, capaz de articular guerras de guerrillas semánticas con claridad meridiana en la hora de transformar colectivamente el mundo.
No es suficiente discernir el mundo y todas sus calamidades, no es suficiente la filantropía y la buena voluntad, no es suficiente la información de coyuntura o de trinchera. Necesitamos producir “relato” con la analogía, la prosodia, la sintaxis y la ortografía más diversas, de la lucha social, en tiempo real y en clave de humanismo y revolucionario. Urge.
*Director del Instituto de Cultura y Comunicación y Centro Sean MacBride Universidad Nacional de Lanús