Mike Davis (1946-2022), el conocido marxista estadunidense, en una de sus últimas entrevistas contaba que para hacer pensar a sus estudiantes más allá de los libros y conceptos convencionales de la historia, les contaba anécdotas como que una vez conoció a una mujer que conoció a un hombre que vio al emperador Napoleón. La historia era verídica y la mujer en cuestión era la mamá de una amiga que vivió a sus 98 años y había crecido en un pueblo judío en Eslovaquia, en las afueras de Bratislava, en aquel entonces parte del Imperio Austrohúngaro. El hombre más famoso del pueblo era un veterano del ejército austriaco que había estado en la rendición de Austerlitz (1805) –hoy Slavkov u Brna, en Chequia–, una de las mayores victorias de Napoleón. Todos allí, y ella de niña, escuchaban de él la historia de cómo vio a Napoleón. Davis la escuchó de ella y así la siguió contando.
Me acordé de esto releyendo el clásico estudio del Holocausto de Arno J. Mayer, ¿Por qué no se oscurecieron los cielos? (1988), historiador marxista estadunidense de origen judío-luxemburgués, que escribió también extensivamente sobre el terror en la Revolución Francesa, donde de igual forma en una marginalia aparece Napoleón. En medio de su narrativa, que enfatiza el papel del anticomunismo y el factor de la guerra en el Holocausto, Mayer dedica unos pasajes a Las notas de gueto de Varsovia, escritas por Emanuel Ringelblum, un aclamado historiador polaco de origen judío que murió ejecutado por la Gestapo en 1944.
Como anotaba Ringelblum, desde los inicios de la guerra, él y muchos de sus colegas en búsqueda de paralelas históricas recurrían a la historia de la Primera Guerra Mundial y de las guerras napoleónicas. Todos, escribía, disfrutaban sobre todo leer acerca de Napoleón comparándolo con Hitler, “siempre en beneficio del primero”. Si bien, anotaba, “el emperador francés tenía ríos de sangre sobre su conciencia”, al menos tuvo el mérito de haber “derrocado el mundo feudal e introducido un orden nuevo y revolucionario”; después de Hitler, sólo iban a quedar “decenas de millones de víctimas en todos los países del mundo”.
La historia, en efecto, ofrecía cierto consuelo: la marcha sobre Moscú de Napoleón marcó el comienzo de su fin, y Ringelblum, con razón, creía que Hitler igualmente “cometió un error mortal de enfrentarse al coloso ruso, con sus enormes reservas de mano de obra y material”. Pero cuando el invierno de 1942 no concluyó igual que el invierno de 1812, “con una catastrófica derrota de un tirano”, su conclusión era que la búsqueda de analogías históricas no tenía mucho sentido, “ya que se trataba de dos periodos completamente diferentes, con conceptos completamente diferentes”.
Justo antes del estallido del levantamiento en el gueto (1943), con su familia Ringelblum logró huir al “lado ario” de Varsovia, donde acabaron denunciados, arrestados y asesinados. Pero no sin antes ver cómo los nazis arrasaron con el gueto en una venganza por la audacia de un puñado de combatientes que, antes de la liquidación programada, se les enfrentaron y de los cuales uno de los pocos sobrevivientes fue el famoso –por no decir “mítico”−, último líder del levantamiento, Marek Edelman (1919/1922- 2009). A él, permítanme tomar la postura de un “veterano de la historia”, lo vi un par de veces en un tranvía.
Edelman, miembro del Bund −el partido socialista judío-polaco− fue uno de los cofundadores de la Organización de Combate Judía (ŻOB) y último en permanecer en el país, a pesar del acoso de autoridades comunistas. Después de la guerra estudió medicina en Łódź, mi ciudad natal, y se convirtió en un destacado cardiólogo. Cuando lo vi –todos sabíamos quién era Edelman–, por allí a finales de los años 90, ya se había jubilado. Y verlo así, en una situación cotidiana, no en un acto oficial o una presentación, siempre me parecía mucho más memorable.
Toda su vida ha sido antisionista. El sionismo era para él “una causa nacionalista perdida” e Israel, donde sigue siendo una figura odiada, un Estado con “dudosa viabilidad”. Igual que otros bundistas, rechazaba la religión y migrar a Palestina creyendo que su patria era Polonia y su misión luchar por un país socialista donde cada nacionalidad tuviera sus derechos y autonomía (objetivo, por cierto, fallido). En sus últimos años, habló en defensa del pueblo palestino, ya que la opresión y la ocupación israelí, ante sus ojos, ya no tenían nada que ver con la autodefensa judía que él representaba. En 2002 escribió la famosa carta a los líderes de la resistencia palestina “en el espíritu de solidaridad de un compañero luchador, como ex líder de un levantamiento judío no muy diferente en desesperación al levantamiento palestino en los territorios ocupados”.
En el espíritu didáctico de Davis, quisiera que contar haber visto a Edelman −observando hoy la sangrienta e imparable liquidación del gueto de Gaza− sirviera para hacernos pensar a todos más allá de los medios mainstream que silencian y deshumanizan a los palestinos y los conceptos convencionales de la política e historia. Los impulsos del etnonacionalismo y la colonización en medio de la guerra que desembocaron en el judeocidio del que escribía Mayer son los mismos que están siendo reproducidos hoy por la nación de víctimas igual en medio de una guerra y un genocidio, todo en nombre de la supuesta “autodefensa”. Ya no está Marek Edelman para decirlo, pero sí algunos que lo hemos visto.