La guerra de Ucrania volverá a ocupar primeras planas dentro de un mes, cuando se cumplan dos años del intento de invasión rusa, pero como hay días en los que parece que el conflicto no existe, el recordatorio siempre es pertinente: en este preciso instante sigue habiendo una guerra abierta en territorio europeo. Da miedo pensar en lo que uno puede llegar a normalizar empujado por la rutina y el indiferente avance de las hojas del calendario. El tiempo no deja de ser, entre otros atributos, una trituradora de emociones. De ahí la importancia de parar la masacre israelí en Gaza antes de que la asumamos como parte del paisaje habitual. Ojalá las medidas cautelares dictadas ayer por la Corte Internacional de Justicia sirvan para ello.
Pero hoy nos quedamos en Ucrania, donde las matemáticas penales empiezan a imponer sus reglas. La propaganda de guerra es un arma potente, para qué negarlo, pero en el momento en el que las soflamas más subidas de tono chocan contra la tozuda realidad, la propaganda pasa a ser un arma de doble filo, pudiendo desembocar en el desánimo de quienes se suponía que había que motivar. Porque a estas alturas parece indiscutible que la gran contraofensiva anunciada a bombo y platillo por Ucrania ha quedado en nada. Apenas se han movido las líneas del frente. Pero como indican analistas como Anatol Lieben y George Beebe, el hecho de que no ocurra gran cosa en el campo de batalla no significa que no esté pasando nada en la guerra.
El propio paso del tiempo provoca cosas e incorpora las citadas matemáticas penales a la ecuación. Con ellas quiero referirme a varios hechos que hacen que, por sí solos, la balanza vaya inclinándose, parcialmente, hacia Moscú. Para empezar, Rusia tiene cuatro veces más población que Ucrania, lo que le confiere una ventaja evidente en un conflicto a largo plazo. En Ucrania, los problemas para reclutar soldados son reales y las divisiones en el seno del gobierno son cada vez más recurrentes. Para seguir, la economía rusa no se ha recuperado de las sanciones occidentales. La exportación de materias primas a Asia y la orientación industrial al esfuerzo de guerra han hecho crecer el PIB 3 por ciento en 2023, según fuentes poco sospechosas, como JP Morgan. En Europa, el crecimiento ha sido de un exiguo 0.6 por ciento, mientras Ucrania difícilmente podría mantener el esfuerzo bélico sin la ayuda exterior.
Ese apoyo, al menos en términos militares, está estancado y no cumple con los plazos prometidos por Washington y Bruselas. Los últimos meses, Kiev ha dilapidado un arsenal enorme sin conseguir mover de su sitio a los rusos, que han gastado mucho menos, esperando pacientemente a que la fruta madura caiga del árbol.
Es difícil pensar que, pese a las promesas, la ayuda occidental pueda ampliarse. Biden se topa cada vez con mayores dificultades para aprobar nuevas partidas en el Congreso, y el boquete abierto en el tablero global por la masacre de Israel en Gaza –con todas sus peligrosas derivadas en la región– desaconseja grandes aventuras. En Europa, mientras, la economía marcha al ralentí y la energía, aunque lejos del pico registrado en 2022, sigue siendo mucho más cara que antes de la guerra, castigando la industria sobre la que reposa buena parte del estado de bienestar europeo. Grandes países, como Alemania y Francia, han puesto en marcha amplios programas de ayudas, más o menos encubiertas, con el objetivo liberarse de la estúpida camisa de fuerza que la ortodoxia económica de la Unión Europea impone a las políticas públicas. El problema es que no todos los estados tienen la capacidad de París y Berlín para ayudar a sus industrias, lo que acentúa el agravio comparativo. Lo que iba a ser una Europa más unida gracias a Rusia puede acabar abriendo nuevas grietas en la arquitectura comunitaria. De fondo, la inflación se mantiene alta, encareciendo la vida de millones de ciudadanos. Las elecciones al Parlamento europeo, el 9 de junio, serán un test de estrés que no está nada claro que Bruselas vaya a superar.
La línea argumental occidental en defensa de Ucrania, además, ha caído por su propio peso. Todas las razones éticas y morales para oponerse a Rusia y armar hasta los dientes a Ucrania han desaparecido en el caso Palestina e Israel, cuya ofensiva en Gaza ha sido bendecida por las instituciones europeas desde el primer día, pese a que también esto ha sido motivo de disensos internos.
No va a ser fácil cambiar la retórica bélica, pero el segundo aniversario de la guerra debería servir para que todos reflexionasen. También Rusia, que pese a verse favorecida por el impasse actual, difícilmente puede vender como victoria absoluta una ofensiva que fracasó en sus primeros objetivos militares y que ha acabado con Finlandia y Suecia dentro de la OTAN.
Nadie va a ganar en mayúsculas esta guerra. Si son ciertos los contactos entre Moscú y Washington publicados los últimos días, quizá todos lo sepan ya. Suficientes polvorines hay ahora mismo ardiendo en el mundo como para mantener en suelo europeo uno –potencialmente nuclear– que podría aliviarse con un poco de cordura y voluntad.