El año 1984 fue neurálgico para la historia del conflicto armado en Colombia. En abril asesinaron al ministro de Justicia, Rodrigo Lara, el cual inició acciones concretas contra grupos de traficantes de cocaína y mariguana en el país. De la mano de varios funcionarios, entre ellos un coronel en la policía, empezó a hacer el trabajo de desmonte suspendiendo avionetas, identificando pistas y allanando fincas.
Algo que pasa muchas veces desapercibido del ministro Lara es su rechazo rotundo a la aspersión con paraquat y glifosato para la erradicación de cultivos, algo que diferentes oficinas de Estados Unidos estaban presionando años atrás y que México experimentó. Su rol es interesante, viéndolo en retrospectiva, porque puso condiciones a la manera en que se empezaba a ejecutar la “guerra contra las drogas” en Colombia. No siguió el guion completo de los estadunidenses, pero tampoco fue apático a las alianzas nefastas que el poder político colombiano empezó a introducir en su portafolio, como el de no ensuciarse las manos de sangre cuando los grupos de sicarios de los traficantes podían hacer la tarea contra contrincantes políticos.
Además quiero llamar la atención en un segundo aspecto: quienes más se beneficiaron de su asesinato no fueron los traficantes, sino la agenda de Estados Unidos. Una semana después del atentado contra él, el consejo que él presidía aprobó lo que él no había permitido en toda su gestión como la aspersión con herbicidas y una serie de medidas extremas de intervención y violencia de despliegue de la “guerra contra las drogas” que sumieron al país en otra etapa de caos y violencia que duró décadas, inaugurando una nueva fase del conflicto armado. De ahí en adelante el presidente del momento y los que vinieron declararon que se aceptarían todas las consecuencias de la “legítima guerra contra el narcotráfico”.
Casi 40 años después, la receta en América Latina es la misma. Asesinatos políticos, un teatro mediático contundente con la narrativa de “Estado fallido”, la militarización de la estrategia de seguridad, un fiscal que quiera “poner orden”, la inoculación en la siquis pública un nombre de algún líder de “un grupo” y un discurso que lance “la guerra contra el narcotráfico” por algún presidente ingenuo esconde un extraño aumento del flujo de armas a los sectores delincuenciales, unas cárceles que están jugando un nuevo rol en América Latina y unas crecientes tasas de homicidio que atentan contra civiles.
Nos esconde que toda política antinarcóticos es una política de intervención. Lo que ocurre en Ecuador es una receta que ha tenido efectos diversos, pero siempre acompañados de la violación de los derechos humanos. En esta ocasión declarar estatus de beligerancia a narcotraficantes, algo que intentó imponer infructuosamente Hillary Clinton en México cuando fue secretaria de Estado, lo hace más evidente. No vaya ser que como durante el conflicto armado en Colombia y el ejemplo de Los Zetas en México, esta declaratoria de guerra termine con unos grupos sicariales convertidos en ejércitos de fuerzas entrenadas inmanejables y un Estado mucho más letal en sus acciones frente a la ciudadanía.
Esto no quita que el deterioro del incipiente estado de bienestar por culpa de la neoliberalización de su economía en la última década no tenga que ver, y tampoco que la reconfiguración del conflicto y el mercado de cocaína y mariguana en Colombia no tengan un efecto. Son variables importantes pero analizadas rigurosamente. Por ejemplo, el argumento de que, primero, aumentó el tráfico de cocaína por Ecuador (está por verse), y que, segundo, ese supuesto aumento provocó esta crisis, hay que tomarlo con pinzas. Es tan cierto que un aumento de la cocaína puede causar más violencia como también su caída. Esta variable puede estar siendo tratada a la ligera siguiendo el guion clásico de la política antinarcóticos: es culpa del “narcotráfico”.
Quitándonos de encima esa retórica narco, quisiera hacer otras preguntas en este laboratorio de caos: ¿a quién beneficia?, ¿qué intereses tiene el Comando Sur u otras agencias internacionales que hace varios años han fortalecido sus lazos con los diferentes gobiernos recientes de Ecuador?, ¿qué representamos como América Latina en este mundo convulso donde se están definiendo rutas de transiciones, nuevas polaridades y así frentes de guerra?, ¿qué se juega en las cárceles de América Latina y quiénes están interviniendo en ellas?
*Doctora en sociología, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana, AlaOrillaDelRío. Su último libro es Levantados de la selva