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Trump y la “insurrección” en el Capitolio

20 de enero de 2024 00:03

Parece que el tercer aniversario del “golpe” en Washington –hace exactamente dos semanas–, o, sea, el ataque de los trumpistas al Capitolio el 6 de enero de 2021 a fin de impedir la certificación parlamentaria de la victoria de Joe Biden, pasó bastante desapercibido. Quizás el único momento memorable fue la (ligera) controversia en torno de la columna de Ross Douthat, un influyente comentarista conservador estadunidense, que se negaba a verlo como “golpe” o “insurrección”, en afán de argumentar que la participación de Trump en cualquier cosa que haya pasado en el Capitolio, no calificaba para excluirlo de ejercer cargos públicos (y así de las elecciones por venir) bajo la Decimocuarta Enmienda, que así lo estipula si alguien “ha incurrido en insurrección o rebelión [en contra de la Constitución]” (sección 3.).

Walter Benjamin, el famoso acólita de la Escuela de Frankfurt no sólo fue un perspicaz observador de la modernidad, sino también supo apreciar la perspicacia de otros, remarcando en un lugar que los “conservadores tienden a ver más”, en sentido de que captan mucho mejor las fallas y las contradicciones de las democracias que sus homólogos liberales. Los famosos filósofos o sociólogos –y contemporáneos de Benjamin– como Carl Schmitt, Gaetano Mosca o Max Weber vienen en mente. Douthat no es Schmitt, Mosca ni Weber, pero parece ver más que tantos otros “expertos” (pundits) liberales que han comparado históricamente (e histéricamente) el ataque a Capitolio con el Putsch de la Cervecería (1923) o la quema de Reichstag (1933), y hoy invocan a la enmienda en cuestión, aunque ningún golpe coordinado tuvo lugar. Trump, al parecer, no tuvo ningún plan y no contaba con apoyo de las fuerzas armadas, el aparato de seguridad ni de la oligarquía. Sus intromisiones eran antidemocráticas, sí. Pero, tiene razón Douthat, más en clave de lo que una vez hizo Nixon (conspirando en contra del Partido Demócrata: Watergate) o Wilson (cambiando la legislación para encarcelar a su contrincante, el socialista Eugene V. Debs). Lo más importante: Trump no quería reemplazar explícitamente el orden constitucional (sección 3).

Muy en tenor de Douthat, pero desde la trinchera muy diferente, Mike Davis, el conocido marxista estadunidense, se negó en su momento a calificar el ataque al Capitolio de “golpe”, viéndolo más en clave cuasi cómica como “una carga de una pandilla de motociclistas vestidos como artistas de circo y bárbaros excedentes de guerra”. De modo parecido, su colega de New Left Review, el sociólogo marxista Dylan Riley, comentando tres días después del ataque a contrapelo de las narrativas dominantes, apuntaba que las consignas y demandas supremacistas blancas o de los nostálgicos de la confederación e incluso “neonazis”, no eran para nada mayoritarias, como aparecía en las interpretaciones. La demanda básica de los atacantes de “hacer bien el resultado electoral” (por más infundada que sea) y su reclamo de que “el Capitolio era nuestro”, los inscribía más en clave de “demócratas” (con d minúscula) y “asesinos jeffersonianos de tiranos” (siendo el trumpismo una utopía jeffersoniana de la pequeña burguesía de un self-made-man sin el Estado de bienestar o los financistas) que se rebelaron en contra del “capitalismo político” y “el Capitolio corrupto”. “¿Estaban equivocados?”, preguntaba Riley (Microverses, 2022, p. 22-24).

A diferencia de la mayoría de los comentaristas liberales, Riley siempre suele poner “insurrección” así, entre comillas, y, como lo precisaba en otro lugar –siendo también uno los máximos expertos en fascismo (véase: The Civic Foundations of Fascism in Europe, 2019)−, vio lo que los liberales vieron como “insignias del fascismo” que hacían del ataque a Capitolio “un golpe fascista” –banderas estadunidenses y confederadas, chalecos tácticos y cascos con adornos de extrema derecha–, más como “parafernalia decorativa banal del nacionalismo estadunidense”. Incluso, juzgando por sus consignas, el enemigo común de los “insurrectos” el “kraken del socialismo, comunismo y marxismo”–, más que un peligro, señalaba “la falta de originalidad, ya que la condena de la tradición socialista es compartida por todo el espectro político e intelectual en Estados Unidos”. Igual por eso haber encarcelado a Debs le salió barato a Wilson.

Si bien Douthat no lo menciona, la analogía histórica para el ataque al Capitolio que al final le pareció convincente, también como modo de descartar la “insurrección” –la de la, igualmente frustrada, toma del parlamento francés el 6 de febrero de 1934 por grupúsculos fascistas– fue la que usó también el eminente historiador de fascismo Robert O. Paxton para calificar, después de haberse negado por años, a Trump como “fascista”. Con esto lo que parece más sintomático es lo que queda escondido en plena vista: de cómo los intentos de pintar a Trump como “fascista” (algo que no era/es el caso ni para Davis, Riley, ni Douthat) o enjuiciarlo “a toda costa” por lo del Capitolio −si no invocando directamente la Decimocuarta Enmienda entonces bajo el Acta de Ejecución de 1871−, son un desesperado acto del centro liberal a defenderse de una amenaza que este mismo creó (en vez de simplemente derrotarlo en las urnas). Y como todo el anticuado orden constitucional estadunidense con sus instituciones arcaicas, es más un problema que la solución (gracias a él, Trump que obtuvo menos votos populares, ganó y luego gobernó mediante las “herramientas minoritarias” diseñadas a sofocar la democracia popular). No es que sea una voz entusiasta a “dejar a Trump en la boleta”, pero sí algo sobre lo que hay que reflexionar.



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