Calderón llega al poder con la cara pintada de guerra, penacho, aullando, blandiendo un hacha y a todo galope. Como primer acto militar antes de su asunción, organizó un desfile de generales con posibilidad de seleccionar a quien sería secretario de la Defensa Nacional.
Las increíbles reuniones son dirigidas por Calderón mismo y el locuaz Mouriño, algún día secretario de Gobernación. El verdor político es evidente, no saben que hay filtros, son increíblemente directos. La introducción es divagante, no conocen de qué o cómo iniciar una conversación profesional con un militar. La pregunta y una de las respuestas dadas serán terroríficas por elementales y fantasiosas.
La historia: En una oficina destinada para citas confidenciales en un largo edificio en la avenida Palmas de la Ciudad de México, el cuasi presidente entrevistó individualmente a varios generales. Alguno comentó que era claro que estaba improvisando. En un acto propio de quien no sabe del asunto, Mouriño le lanzó un dardo requiriéndole algo inoportuno, al menos:
–General, ¿cómo acabaría usted con el problema del narco?
A quien esto se planteó, contestó abrupto: “Metería a la cárcel a tres o cuatro gobernadores y me iría con todo sobre los cárteles”.
En esa pregunta claramente inductora se puede ver que la idea de guerra ya era una disposición en el ambiente presidencial. Sí, en la cabeza del presidente desde entonces estaba el uso desatado de la violencia oficial.
Su decisión de patentizar su jerarquía usando una guanga casaca militar no fue casual. Estimó significar así su jerarquía ante sus tropas, pero en vez de despertar respeto y admiración, cualidades deseadas en un mando militar, inspiró la caricatura más aplaudida del sexenio.
En el fondo, no importa el uso o no de la palabra “guerra”. Lo trascendente fueron las acciones que desde siempre se definieron como bélicas. La verdad que disimula es que, siguiendo el consejo de Juan Camilo, su alter ego, Calderón decidió atacar. Utilitario pensó: Si hay fuerza, habrá que usarla, aunque ignoremos la materia, agregaría yo.
Su guerra fue real como error político que desencadenó una tormenta que no tuvo ni éxito. Elevó al crimen y sus espacios de influencia a rango presidencial, tanto que ciertas bases constitucionales debieron ser redefinidas para dar lugar a nuevos instrumentos de contención.
El después presidente negaría haber usado el término guerra como denominativo y acciones secuentes contra el narco. Con rigor gramatical podría tener razón, pero su actitud y órdenes dadas lo desenmascaran.
Prueba de ello es que el 11 de diciembre de 2006, a días de haber tomado posesión, emitió la “Directiva para el Combate Integral al Narcotráfico 2007- 2012”, que aparentemente redactó Sedena desde semanas atrás, antes de la toma de posesión, todavía con los mandos militares salientes. Calderón ya había decidido ir a la guerra. ¿Por qué la encargó a Sedena si no tenía intención combatiente? La secretaría respondió con una orden de operaciones de 37 páginas.
Al anunciarla al gabinete de seguridad no hubo ninguna observación. Vergonzosamente todos sus miembros callaron. El silencio más deshonroso fue de Eduardo Medina Mora, procurador general de la República, representante de la legalidad. Sedena hizo lo que le mandaron y sabía hacer: un proyecto beligerante. Fue un documento intérprete de los deseos presidenciales. Calderón sabía lo que quería y Sedena también.
La directiva daba anchurosas órdenes como: “realizar acciones contundentes, con amplia libertad de acción e iniciativa, ante el peligro de que los narcos ocurran a realizar actos tendentes a consumar espionaje, sabotaje, terrorismo, rebelión, traición a la patria, genocidio contra los Estados Unidos Mexicanos”. La guerra estaba en marcha.
Han pasado casi 18 años del inicio de aquella blitzkrieg. Hoy se piensa más ampliamente en la salud de los mexicanos, en la fortaleza y especialización de las instituciones y en una legítima cooperación internacional. En tan turbio ambiente queda una mancha histórica: un presidente que se ha equivocado dos veces. Una, en el desempeño de sus facultades constitucionales y, dos, entregarse a Genaro García Luna. Actitudes fatales.
El drama Calderón, Mouriño y García Luna y el submundo que los produjo revela que urge revaluar yerros y aciertos e ir más allá. Urge mantener alarmas preventivas ante lo que hoy fuera ignorado. Estamos estacionados sobre las tapaderas del infierno.
Terminemos: permítanos regresar al eje central, que es subrayar la magnitud de la tragedia en marcha y su alcance todavía indescifrado. Habrá nuevas pesadumbres.
Nada comparable con la aquí demostrada ceguera de Calderón que, además de sangre, pérdida de tiempo y dinero, fertilizó al crimen. El rechazo hacia él no es por equivocarse, sino por engañar al pueblo, como en estas líneas queda demostrado. En ello perdimos todos. Nos dio seis años de muerte, no de vida.